Uadi
Desde que tenía memoria su mundo siempre había sido del color de la tierra seca. Las ropas que vestían, la escasa piel que quedaba a la vista, las pocas plantas, recias y espinosas… incluso el cielo era de un matiz arenoso a causa de las nubes de polvo. El anciano Ha’dif, guardián del pozo, les hablaba en sus cuentos de cielos azules, pero Aramni no era capaz de imaginarlo. Colores. Aquel era un concepto ajeno a Uadi, igual que la lluvia y los ríos.
Aramni, como todos los muchachos de su edad, había explorado a conciencia las colinas alrededor de Uadi, inspeccionando cada recoveco, excavando en busca de tierra oscura, húmeda y fresca.
—Solo son cuentos de viejos, Ari —repetía su madre como una letanía cada vez que regresaba a casa cubierto de polvo.
«Agua que cae del cielo y brota del suelo». Historias imposibles.
Se preguntaba cómo sería la sensación. Mojarse. La exigua ración de agua que recibían apenas llegaba para humedecer los labios, sorbito a sorbito, para que durase todo el día. No había nada tan aterrador como llevarse la mano a la cantimplora y sentirla vacía. Ni los escorpiones de la arena, ni el aleteo de un kidraan ni los torbellinos de djinn; nada se le podía comparar.
—Excepto la ira de sahir Ilhuna —decía siempre Ha’dif con una sonrisa misteriosa bajo su espesa barba.
Los adultos sacudían la cabeza, desdeñosos. Ha’dif era demasiado viejo, tanto que había perdido casi todo su cabello y algunos de sus dientes, y ya no distinguía entre los cuentos que se inventaba y la realidad. Pero Aramni nunca se cansaba de escucharlo.
—¿Qué es un sahir Ilhuna? —preguntó un día que logró quedarse a solas con el hombre.
El anciano dejó escapar una risa áspera.
—Mi pequeño Ari, ¿te he hablado alguna vez de Wahat Kabira? —El chico negó con la cabeza, los ojos muy abiertos—. La ciudad de Wahat Kabira se encontraba en el corazón de la Gran Planicie, al este, donde anidan los kidraan. —Ha’dif cogió una ramita y dibujó en el suelo, bajo la atenta mirada de Aramni—. La ciudad estaba construida con piedra; los edificios más pequeños eran grandes como cuatro tiendas juntas, y para protegerse alzaron murallas a su alrededor. —Hizo un gesto amplio sobre su dibujo—. Era un lugar hermoso, lleno de vida y vegetación, y sobrevivían gracias a sus hechiceros, los sahir.