Elena contempló el cadáver del capitán con una mezcla de repugnancia y desolación. Llevaba casi dos días muerto y las provisiones se habían agotado hacía tres. Ahora, ella debía tomar una decisión. Oteó el horizonte, desesperada. No habían avistado ningún navío desde su naufragio. A su pesar, no pudo evitar rememorar una vez más los extraños acontecimientos de aquella noche.
Una tormenta zarandeaba su barco como si fuese de juguete. Su marido y ella se encontraban en su camarote, aterrados, cuando una melodía, similar al canto de las ballenas, los hizo estremecerse. Los ojos de él se quedaron fijos, su cuerpo tensó. Sin decir una palabra, salió del camarote y se dirigió a cubierta. Elena lo siguió, llamándolo, pero él ni siquiera se volvió. Fuera la canción sonaba más fuerte y parecía proceder del mismo mar. Su marido no era el único hipnotizado por ella. Todos los marineros habían abandonado sus labores y Elena vio, con horror, que estaban lanzándose por la borda. Su amado los imitó sin titubear y el tiempo se detuvo para ella. Lo siguiente que notó fue una fuerte sacudida, un golpe de mar y luego, la oscuridad. Había despertado en la orilla junto al capitán, que se encontraba gravemente herido y no recordaba nada de lo sucedido.
Aquella isla era yerma, una roca desolada en medio del océano. El agua de lluvia acumulada en recovecos naturales los había salvado de morir de sed, pero ahora que lo poco que se había salvado de la despensa del barco se había agotado… debía tomar una decisión. Aún podía venir alguien a buscarla, pero necesitaba ganar tiempo. Con manos temblorosas, cogió la navaja del capitán y cortó con ella un pedazo de su carne. El hedor le provocaba arcadas, pero se obligó a metérselo en la boca, lo masticó y se lo tragó. Iba a cortar otro cuando un hormigueo en las manos la obligó a soltar el arma. Empezó a temblar incontrolablemente y emitió un gemido ahogado: la piel le ardía. Miró a su alrededor, desesperada, y las olas cristalinas la llamaron con promesas de alivio. Se arrastró hasta el agua retorciéndose de dolor. El contacto con ella fue como un bálsamo. Elena nadó mar adentro y se sumergió con los ojos cerrados, disfrutando de la sensación.
Algo se movió junto a ella. Abrió los ojos bajo el agua y lo que vió le arrancó un grito que hizo que sus pulmones se inundasen. Tres sirenas nadaban a su alrededor, sonriendo, tendiéndole las manos. La mujer intentó alejarse, pero sus piernas no respondían. De hecho, ya no eran piernas. Habían empezado a fusionarse para formar un solo miembro y de lo que fueron sus tobillos ahora surgían aletas. En algún rincón de su mente aterrada fue consciente de que estaba respirando. Las sirenas empezaron a cantar y sus voces cobraron sentido.
«Bienvenida, hermana. Te estábamos esperando».
Comentarios
Tienes que estar registrado para poder comentar