Feliz será aquel que tenga a bien oír mis breves palabras. Pues buscando un milagro hallé algo más:

 Años ha que arrastré mis pies por el polvo del camino, buscando a tientas aquello que desterrara las tinieblas que me sumían en una eterna deriva. El sol ardía en mi piel, tirante y seca, la tierra se desmigaba en terrones áridos bajo mis sandalias, filtrando sus granos calientes entre mis dedos, lanzando besos al aire con los olores estériles del verano. Penosamente alcancé este taller ya abandonado, al que vuelvo para vosotros, los que tarde llegaron. Recuerdo cómo las telas que cubrían la entrada se abrían pesadas al pasar, no por su calidad, sino por el serrín que las apelmazaba. El aire en el interior era cálido, con tiznes de pino y roble, y ese hálito de madera vieja lijada que picaba en la garganta. La tierra del suelo era firme, fruto de pisadas afanosas durante años.

 Necesitaba una respuesta del artesano, pero aún no había llegado. Sintiendo que el final de mis tribulaciones se acercaba, palpé al fin en busca de reposo, encontrándolo en el tacto áspero de una silla de mimbre.

 Sumido en el silencio del taller vacío, el ulular lejano del mercado, con sus voces vivas y desmanes, danzó hasta mis oídos, hilvanando proyecciones de mi Rut, sus risas y su ímpetu. Volvieron a mí los ecos de sus palabras; voz que creía sepultada en el olvido. En el regocijo de aquel repentino recuerdo, mis manos hicieron presa de la lana raída de mi túnica. Ante suspiros que disimulaban lágrimas furtivas, encontré en aquel tacto cálido el latido de mi perdida juventud, rememorando en la tela apolillada el pelaje tierno de Habiya, la perrita que me acompañaba junto al rebaño en las montañas.

 Sobrecogido por aquellos recuerdos busqué asilo en la realidad, topándose mis manos con aquello que antes habían ignorado. Tomé sin buscarlo lo que parecía un objeto inacabado, pues presentaba una oquedad osca y áspera que contrastaba con perfiles pulidos hasta presentar la suavidad del vidrio. Parecía una especie de copa, sus líneas suaves me recordaron el tacto de los arroyos, su curvatura los senos de la montaña —mi tierna infancia—, su olor macerado arrancaba a mi corazón la esencia con la que mi madre inundaba la casa, evocando sabores que estremecieron mi lengua con añoranza. Obcecado en recuperar lo que mis ojos me negaron, el resto de mi ser había quedado oculto: ignorado. Me di cuenta entonces de que en realidad no había perdido nada, había dejado de buscarlo. No estaba ciego, había dejado de ver.

 Cuando el carpintero llegó me indicó dónde encontrar a su hijo. El destino me mostró la puerta por la que volver a abrir los ojos al mundo. Mas decidí cruzar el umbral de vuelta al camino. Había comprendido la valía de aprender a convivir con aquello que intenta hacernos olvidar el placer de lo vivido, pues el mayor milagro de esta vida es saber que se está vivo.

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