Una figura masculina salió de la cabaña al frío aire nocturno. La puerta gimió con un quejido, sin comprender lo que había sucedido dentro. El prado estaba cubierto de una fina capa de escarcha y la chimenea hacía horas que había dejado de humear. Las postigos de las ventanas ocultaban la tragedia de su interior al mundo, que solo estaba iluminado por el brillo de las estrellas: hasta la luna quería evitar los horrores de aquella noche.
Igor miró al horizonte, hacia el pueblo cercano. El alba estaba cerca y el religioso daría la bienvenida al nuevo día tocando las campanas, como había hecho cada amanecer durante los últimos cincuenta años. El pueblo entonces despertaría despacio y empezarían las tareas. Era un bucle infinito, cálido y agradable, previsible, del que había sido arrancado y al que no podría volver jamás.
¿Cuánto tardaría el panadero en echar en falta a su hijo? Los chismorreos crecerían y acabaría por acercarse algún vecino a media mañana a ver si estaban bien. Todos esperarían su vuelta fingiendo ocuparse de sus asuntos. Aquel pueblo estaba lleno de metomentodos.
El hombre se acercó a un tocón que usaba para cortar la leña y se sentó con la espalda hacia lo que había sido su casa. Inspiró y cientos de aromas pelearon por un lugar en su olfato. La sobrecarga sensorial lo abrumó mientras trataba de pensar en lo que haría a continuación.
Sentía un profundo agujero en su interior que susurraba en su oído y lo seducía con la placidez y la calma que lo inundarían al llenar el pozo. Era una voz potente que podía imponerse a cualquier otro pensamiento racional, e Igor lo sabía. Lo había sufrido al entrar en la cabaña a la hora de la cena.
Recordaba lo que había hecho y cuánto lo había disfrutado, pero no había ningún sentimiento negativo asociado a la sangre de sus manos o a su sabor en los labios. No había culpa, no había remordimientos, no había odio hacia sí mismo.
Igor comprendió entonces lo que era y lo que había hecho. La mujer del bosque le había prometido una vida más plena de lo que jamás habría imaginado y le había mentido. Ahora solo quedaba un enorme vacío. Se miró las manos y se cubrió el rostro con ellas, llenándolo de sangre.
Su mujer, su hijo, toda su vida había sido destruida. ¿Qué sentido tendría vivir para siempre sin ellos? Nunca podría recordar su sonrisa o sus abrazos, solo vería sus gritos de horror, su dolor y la sangre salpicándolo todo. Y los ojos de su hijo, el pánico que lo había vuelto loco un instante antes de morir.
Igor decidió esperar sentado un rato más, junto a lo que había sido su hogar. Allí habían estado todas sus alegrías y su futuro.
Cerró los ojos.
Entonces, las campanas empezaron a sonar.
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