Gotas de un granate rabioso salpicaron su bota. El estruendo de los cristales quedó oculto bajo las risas de los jóvenes reclutas, borrachos como cubas. Lo habían hecho adrede, y ella lo sabía. Los miró el tiempo justo para memorizar sus caras y siguió su camino sin que su cara mostrara un ápice de emoción.
Las risas llevaban persiguiéndola desde que se alistó. Y el vino en pocos días sería indistinguible de la sangre.
Subió los escalones que llevaban al puesto de guardia con paso firme. La madera crujía bajo sus pies exactamente igual que bajo los de cualquier otro soldado ligero. Llegó a la torreta a la hora exacta, saludó con la cabeza al compañero al que debía relevar y fijó su vista en la franja de mar que se extendía entre ella y el horizonte, dispuesta a largas horas de azul, gris, verde y oro.
No se quejaba. Ella misma había pedido aquel destino. Y su comandante se lo había otorgado, después de recomendarle discretamente que optara por una guardia honorífica donde podría lucir más y aburrirse menos. Pero aquél fuerte era la primera línea de defensa de Thomunn, y era el lugar en el que deseaba estar.
Camino unos metros, aligerando las piernas. Después estiró también el cuello y los hombros. Era una mujer fibrosa, fuerte, igual que lo sería una molinera o una lavandera. Y ágil. Acarició distraída el pomo de su espada, pensando en cuántos minutos podía llevarle derrotar a aquellos idiotas beodos.
El sol se ponía en su guardia, haciendo del mar un espectáculo milagroso que mezclaba la luz con la negrura en un ritmo hipnótico. Tardó más de la cuenta en localizar los barcos enemigos. Cuando tocaba la alarma se sorprendió de ser la primera en llegar a las campanas.
Una bala de cañón rompió el muro exterior. Tosió intentando ver a través del polvo. Oía gritos, y más estallidos. Tropezó con algo blando y cayó. Los cuerpos de sus compañeros amortiguaron el golpe.
Alargó la mano y tocó un contorno metálico. Se acercó. Vio la compuerta abierta de uno de los cañones de mayor calibre. Estaba preparado para disparar. Los enemigos subían ya por la muralla.
Arrancó tela del uniforme de uno de sus compañeros y la metió junto a la bala, sabiendo que eso haría que el disparo fuera defectuoso. La bala no llegaría lejos, pero probablemente el cañón estallaría. Disparó y todo se volvió negro.
Cuando recobró el sentido los enemigos pasaban sobre ella como sobre cualquier muerto. Solo oía un bramido marino. Se sentía mareada, pero conocía su deber. Dolorida, desenvainó su espada y se levantó.
Pinchó. Cortó. Fintó.
Vio caer a buenos soldados. Vio morir a héroes. Vio cómo los que se reían de ella vomitaban sangre del color del vino. No le importó.
La rodilla le falló. Sin fuerzas, se apoyó en la muralla. Observó al enemigo retirarse. No por ella, pero con su ayuda. Antes de perder el sentido, supo que había cumplido.
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