El viento azotaba la superficie helada, levantando una cortina de nieve permanente que fundía sus pisadas, imperceptibles. De no haber sido por la bengala roja que llevaba, Reynauld la habría perdido hace rato. El largo cañón que cargaba sobre su espalda le hacía avanzar más lento que de costumbre. El veterano caballero era tan alto y corpulento que desde lejos parecía un gran oso atravesando el bosque. Y entonces se detuvo. Él, y todo el bosque. Cada uno de los ruidos nocturnos se apagaron durante una milésima de segundo, mientras la oscura silueta de la cazadora se recortaba contra la luz carmesí de la bengala, que sostenía con su brazo levantado.
A lo lejos pájaros levantaron el vuelo. La sangre de Misha se aceleró. Faltaba menos. Reynauld se dispuso a colocar y camuflar el cañón, ella se enterró al lado, bajo la nieve. Oyó a Reynauld alejarse hacia el lado opuesto del claro, con paso firme.
El rugido la cogió desprevenida. Sonó a escasos metros, breve pero helador. «Demasiado cerca» pensó, al tiempo que todos sus músculos se tensaban bajo su armadura de pieles. Tan solo se escuchaba la profunda respiración de lo que sea que estaba ahí. Una pisada. Otra. Y de pronto un sonido metálico al otro lado del claro. —Maldito viejo...— murmuró entre dientes. Había sido su armadura, estaba segura. La bestia dejó escapar un jadeo. Misha no veía nada, pero escuchaba lo suficiente para imaginarse el destino que le aguardaba a su aliado.
La bestia se abalanzó hacia Reynauld a una velocidad inhumana; zarpas levantadas, mandíbulas abiertas. El caballero rodó por el suelo, sin apartar la mirada ni un instante. A través del visor de su yelmo veía el enorme animal, en posición felina, blanco como la nieve. Su pelaje erizado casi parecía hecho de hielo. Si tenía ojos Reynauld no los alcanzaba a ver, en su hocico dos alargados orificios exhalaban nubes de vapor. Apretando la mandíbula, echó a correr, con la bestia a sus espaldas.
El suelo estalló, surgiendo Misha de entre la nieve con una furia asesina. —¡RAAAAAAAAHH!— sus ojos centelleaban con locura. Antes de que la bestia reaccionara el cañón escupía su ira sobre ella. La explosión y las chispas iluminaron el claro en el momento que Misha saltaba sobre la bestia, sosteniendo un gran cuchillo y la antorcha que había hecho cantar al cañón. Reynauld se giró para presenciar la danza macabra entre la cazadora y la bestia, la llama moviéndose de lado a lado y el cuchillo entrando y saliendo del cuello de la enloquecida criatura. En apenas segundos la bestia caía al suelo y Misha se acercaba a Reynauld, sonriendo mientras la sangre corría por su cara a la luz de la antorcha. Agarró al vuelo la botella que Reynauld le lanzó. —Creía que los caballeros no bebían— soltó socarrona, después de haber bebido con ansia. Reynauld le arrebató la botella y acabó el vino de un trago. —Buen trabajo— dijo, apagando la antorcha con su mano
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