«Que nada nos separe, que permanezcamos unidos por siempre, como una sola carne, hasta el fin de nuestros días...».
Las palabras del conjuro aún resonaban en su mente, pronunciadas con una voz solemne, como el tañido de una campana ceremonial. Al principio le había parecido una tontería, una chiquillada, pero ahora ansiaba con todas sus fuerzas que diese resultado.
Tommy era tan inseguro… No soportaba la idea de que pudiese echarse atrás, de que volviese a abandonarla. Por eso accedió con tanta facilidad cuando su amiga le propuso emplear uno de sus hechizos.
—Más vale pájaro en mano, que ciento volando —le había dicho Diana para convencerla.
Diana, la que desde niña había creído en toda clase de supercherías. Diana, su amiga del alma, que siempre la había apoyado, incluso cuando le confesó que iba a casarse con el hombre del que ella estaba enamorada. No se había enfadado ni se había echado a llorar; al contrario, hasta se había ofrecido a ayudarla a preparar la boda y a ser su dama de honor. Ahora mismo estaba de pie tras ella, dando los últimos retoques a su peinado.
—¿Falta mucho? —le preguntó con voz temblorosa. Los invitados esperaban y tenía los nervios a flor de piel.
—Vísteme despacio, que tengo prisa —murmuró su amiga con una sonrisa, mientras dejaba caer cuidadosamente el velo traslúcido sobre su rostro.
Tras unos interminables minutos, por fin se encontró recorriendo el pasillo cubierto de pétalos de rosa que conducía al altar, acompañada por la melodía de la marcha nupcial y rodeada de las miradas alentadoras de sus amigos y familiares. Tommy la recibió con una amplia sonrisa y Diana, que iba tras ella sujetando la cola del vestido, susurró al pasar junto a él:
—A cada cerdo le llega su San Martín.
El joven la miró extrañado, pero el servicio dio comienzo y él volvió a centrar su atención en la resplandeciente novia. La ceremonia transcurrió como en un sueño. Todo era perfecto y cuando el sacerdote lo indicó, los dos jóvenes, cogidos de las manos, se fundieron en un beso. Literalmente. Pues en cuanto sus labios se rozaron, sintieron que su piel empezaba a arder como el metal al rojo vivo. Sus manos y brazos se fusionaron, sus bocas quedaron pegadas, sus narices y sus pómulos desaparecieron, incrustados en el rostro del otro. Ninguno de los dos podía respirar. Todo el mundo gritaba y se agitaba a su alrededor. En su asfixiante agonía, no fueron conscientes de que la única persona que permanecía sentada, relajada y sonriente, era Diana, que observaba la escena con gesto triunfal.
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