Aquella iglesia era condenadamente fría. A pesar de que el sol de septiembre se colaba por las vidrieras, Carmen, envuelta en su fino vestido de novia, no conseguía librarse del escalofrío que le recorría todo el cuerpo. «Serán los nervios». Era el día más importante de su vida, todos sus seres queridos estaban allí. A su lado en el altar, Jaime, el hombre de su vida, su gran amor. No podía imaginarse la vida sin él.

—Joder, Jaime.¿Tenía que ser justo en la misma iglesia? —El bueno de Carlos, el mejor amigo de Jaime y testigo de la ceremonia, parecía tenso—. Da mal rollo.

Un puñal helado atravesó el brazo de Carmen allí donde una niña, de rizos rubios y almidonado vestido azul, posó su nívea manita.

—Frío es el amigo y caliente el enemigo.

Al hablar, se giró para mirar a Carmen y su cabeza quedó en un ángulo imposible, revelando unos ojos completamente blancos, sin iris ni pupila. Carmen se apartó dando un respigo. ¿Es que nadie más se había fijado en aquella cría?

—Jaime, ¿quién es esta niña? — Jaime no le hizo caso. Miraba fijamente a la puerta de la iglesia sonriendo como un tonto—. ¡Jaime! ¿Qué miras? Estoy aquí.

La puerta se abrió y todos se levantaron para ver entrar a la novia, pero ella era la novia y ya estaba allí. ¿Qué estaba pasando?

—No hay más ciego que el que no quiere ver. —La niña seguía mirándola con aquellos ojos vacíos y profundos.

Y entonces vio a su hermana cruzar la puerta, vestida de blanco. Su madre lloraba de emoción. La luminosa sonrisa de Jaime se le clavó en el corazón, empujándola a mirarse al pecho que, como el resto de su cuerpo, estaba semiexpuesto bajo los jirones de tela manchada y arrugada de lo que quedaba de su vestido de novia. El frío seguía mordiendo su piel desnuda y violácea. Todo estaba sucio y deformado, todo estaba mal. Descubrió las cicatrices oscuras enmarcadas en sangre de sus muñecas, por las que entraban y salían los incansables gusanos que se afanaban por consumirla. Palpó su vientre y su rostro, hinchados y flácidos por la descomposición. Y recordó. Recordó la deslealtad de las dos personas que más quería, revivió la incredulidad, el mundo desmoronándose bajo sus pies. Y, al final, la inutilidad de seguir viviendo.

—La venganza es un plato que se sirve frío. —La pequeña esperaba una respuesta.

 Al cruzar al otro lado, la niña estaba esperándola. Solo que no era ninguna niña, era algo antiguo, tan antiguo como el odio y el rencor, nacido con el primer corazón traicionado. Y le hizo una oferta. 

—Hazlo. —A Carmen no le tembló la voz.

La niña rió, con su boca llena de dientes negros y afilados, y su risa empujó la puerta sobresaltando a los presentes. Siguió riendo mientras el fuego de las velas crecía y devoraba todo y a todos. Y, por fin, en aquella condenada iglesia dejó de hacer frío.

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