Aracnefobia

Capítulo 1: La diligencia

 

La diligencia se bamboleaba demasiado para gusto de Aracne. Con cada curva acababa despedida hacia un lado u otro, golpeándose contra el hombro de su sirviente o contra la pared de madera. Uno era demasiado anguloso y la otra, demasiado áspera. Cuando el carruaje no giraba, traqueteaba entre brincos cada vez que sus ruedas tropezaban con algún obstáculo. Ella intentaba mantenerse firme como una escultura. Era tal su inmovilidad que a ratos parecía una muñeca entre los pasajeros. Y lo cierto es que había algo en ella, más allá de su vestido de lazos y volantes o la delicadeza con la que unas trenzas le bordeaban el rostro, que le hacía parecer más un ser de porcelana y cristal que uno de carne y hueso. Quizás fuese por su piel tan clara, como si llevase tiempo sin ver la luz del sol, o el vacío de sus ojos: grises como las últimas cenizas. O puede que fuese ella misma la que se consideraba una muñeca. Solo sus dedos se movían, a ratos para tamborilear sobre su falda con impaciencia, a ratos para juguetear con el sello de su bastón.

―¿Qué tal las vistas? ―le preguntó Adrien.

Su tono era monótono, tan vacío de emoción como siempre. Más que hablar, susurraba entre dientes oraciones concisas y las palabras mínimas para dar a entender lo que quería decir.

No hubo interés en su pregunta y ella lo sabía. Pero el sirviente había notado su aburrimiento y le estaba ofreciendo la oportunidad de desahogarse. La joven se pasó la lengua por los labios y se concentró en su respuesta. A fin de cuentas, era ella la que estaba al lado de la ventana.

―Impertérritas a ratos, desaconsejadas si las miras boca abajo. ―Tardó en decidir sus palabras. Con cuidado, pensó una ocurrencia absurda que tampoco llegase a ser muy disparatada―. No te pierdes nada particular, salvo uno o dos avestruces ocasionales.

Adrien también se tomó su tiempo en hacerle otra pregunta, no mucho, pues ella la esperaba con ansia, pero sí lo suficiente como para frustrarla ante la perspectiva de más horas en silencio. Pero al final siguió con el juego y enlazó su respuesta con otro comentario. Era la primera vez que hablaban en lo que llevaban de viaje. Había sucedido cuando por fin era evidente lo extremadamente aburrida que estaba Aracne. Le había costado reconocerlo. De normal no tenía problemas en evidenciar lo que sentía; es más, tenía un talento inusual para mostrar su estado de ánimo, sobre todo si estaba enfurruñada, asqueada, molesta o con ganas de molestar. Pero esa vez la joven se estaba guardando para sí misma lo que opinaba del trayecto. Entre otras razones, porque era su capricho. Era ella quien llevaba más tiempo del que recordaba pidiendo ese viaje a Minagua. Demandándolo. Exigiéndolo. Se había obcecado en pasear por esa ciudad, hacer compras y merendar en una gran pastelería. No se le ocurrió pensar que estaría tan lejos ni que el viaje sería interminable. Por enésima vez, la joven cambió de postura. Chasqueó los dientes mientras ampliaba la lista: interminable, incómodo y agotador.

Intercambiar preguntas y respuestas, muchas de ellas sin relación, aliviaba parte de ese aburrimiento.

La pausa llegó de manera brusca. Se escuchó un estallido en el camino, luego el relincho desbocado de los caballos. La diligencia viró, tirándolos a un lado. Aracne dio contra la madera. Se le escapó un grito, más de fastidio que de pánico, al golpearse el hombro y la mejilla derecha. De las rejillas llovieron maletines y bolsos, que golpearon el suelo como pedriza. Y ellos eran zarandeados los unos contra los otros. Los demás viajeros chillaban, una harmonía estridente en la que solo hubo una nota de vacío. Pues incluso en esa situación, Adrien no decía nada. Casi parecía que hubiese desaparecido. Y ella se lo habría creído si él no la estuviese sujetando para evitar que saliese disparada. Cuando la diligencia se detuvo tras derrapar con brusquedad, pudieron escuchar los primeros signos de los bandidos. Los pasajeros callaron en el interior del vehículo. Sus gritos habían sido sustituidos por un llanto contenido, en el que se mezclaban plegarias susurradas y gimoteos. Aracne agudizó el oído. Escuchó nuevos cascos de caballos, que iban acompañados por unas voces que obligaron al cochero a detenerse. Torció el gesto, inquieta por lo que fuese a suceder. No entendía con precisión nada de lo que decían, ni siquiera qué querían. Solo palabras sueltas, vomitadas con impaciencia.

―¿Qué hacemos? ―le susurró a Adrien―. ¿Nada?

―Bien sabes que no. 

A la joven se le escapó una sonrisa al detectar una nota de fastidio en su voz. De resignación, quizás.

―Tengo mis dudas. Se supone que eres mi protector, pero seamos realistas, ¿qué harás contra ellos? Parecen muchos y tú eres uno solo. Y desarmado. ―Su sonrisa se torció, burlona, mientras paladeaba con retintín aquella última palabra. Por un momento, dejó de parecer una muñeca.

Adrien se separó de ella con brusquedad. Aracne no notó asco como otras veces, simplemente que intentaba todo lo posible para evitar su contacto. Su única mano, la izquierda, estaba rígida cuando la soltó.

―No debería preocuparte lo que no puedes ver.

Aquello dolió como solo pueden doler las verdades. Aracne bufó y apartó la cabeza, girándola por instinto a la derecha, donde intuía que estaba la ventana. No se inmutó ni cuando notó que su protector se incorporaba y salía de la diligencia, dejando como sustituto una caja de madera. La recogió para clavar en ella las uñas con nervio, dividida en una disonancia: desear tanto que Adrien fracasase como triunfase. La incertidumbre de no saber qué sucedería la carcomía por dentro. 

Su protector. Así lo habían presentado hacía ya tres años. Una chica ciega como ella necesitaba protección, pero hasta entonces lo había interpretado que era para protegerla de sí misma, de las escaleras o los muebles. Un lisiado protegiendo a una invidente. Solía burlarse de ello los días en los que asumía su tara.

La joven pasó sus dedos por el relieve de flores, hojas y pájaros de la caja. La máscara que era su rostro se mantuvo impasible mientras memorizaba su dibujo. Era insoportable no ver qué sucedía, pero, al mismo tiempo, la llenaba de una calma extraña. Se sentía una espectadora en una comedia ajena. Entre el resto de pasajeros se instaló un silencio contenido, pactado por el momento, curioso por lo que fuese a suceder. Solo ella aparentaba normalidad, sentada muy erguida y con una mueca de aburrimiento en la cara. A ratos hacía creer que miraba por la ventana. Le llegaron los gritos, el sonido de una pelea convertida en escabechina y de balas que rasgaban el aire. Contuvo el aliento al escuchar cómo un cuerpo se estrellaba contra el lateral del vehículo, lo que arrancó gimoteos entre los pasajeros. Como siempre, solo podía imaginar qué estaba sucediendo. Solo sabía que se trataba de un tiroteo, una idea que la recorrió por dentro en paralelo al sonido metálico de casquillos al caer al suelo. Otro chillido que iba del pánico al espanto desgarró el ambiente. Le siguió un coro de voces ininteligibles, que esputaban palabras atropelladas. Aracne frunció el ceño mientras especulaba lo que sucedía. ¿Huían?

Adrien regresó a la diligencia cuando afuera se hizo el silencio y lograron sosegar a los caballos. Se sentó a su lado, recuperó la caja y esta acabó donde el resto de maletas. Para desespero de la joven, el viaje tardaría en retomarse. Todos querían hablar y liberarse así del miedo, convertir en anécdota el incidente. Ella esperó en su esquina, con la mirada fija en la derecha y los dedos golpeando la madera de la pared. Bufó. Rabiaba por la atención que estaba recibiendo Adrien. Mientras la cháchara se alargaba, se entretuvo en arrancarle hilos a la manga de su vestido. Pese a que fingía ignorarles, lo cierto es que escuchaba con interés. Le sorprendió el cambio de tono de voz de su sirviente. Pasaban los años y seguía sin definir su edad. En ese momento, abrumado por la atención, le pareció más joven que de costumbre, puede que incluso más que ella. De normal solía parecer por encima de los veinte años. Esa mañana era capaz de imaginarlo con diecisiete. Bostezó. Lo único que sabía de Adrien era su nombre y su tara.

Los halagos al héroe y su habilidad no cesaron ni cuando la diligencia continuó su viaje. Y ellos dos no volvieron a hablar hasta una hora después de incómodo traqueteo:

―¿Qué tal las vistas?

―De un anodino milimétrico. Falta un toque de color en estas montañas.

Aracne suspiró con aburrimiento pese a que por dentro sonreía. En ese momento eran sus pensamientos los que bamboleaban, frenéticos, en torno a un hallazgo.

Acababa de descubrir que en la mansión había un arma escondida en una preciosa caja con pájaros y flores talladas.