Barro
I
«Le digo: “Escribe”.
¿Qué?
Que escribas.
Y dice ella: “Solo la muerte podría impedírmelo.
Pero nunca me ha escrito”».
Alice Walker, El color púrpura.
La única vez que pregunté por mi hermana gemela, la única que pronuncié las palabras en voz alta, mi madre extrajo del primer cajón de la cómoda unos folletos muy coloridos. Los presidían cuatro palabras: «Centro Residencial San Sebastián», y debajo de él no aparecía un hombre delgado con el cuerpo atravesado por flechas, sino una imagen mucho menos evocadora: unas fotografías sobresaturadas que mostraban céspedes verdes bajo un cielo azul imposible; ambas superficies separadas por un edificio de color arena, que se extendía como una maldición sobre la hierba artificial.
Me quedé con uno de los impresos. Un tríptico a doble cara donde se detallaban docenas de razones por las que una familia de bien debía internar allí y en ningún otro lugar a sus adolescentes conflictivos. Se trataba de un segundo hogar, que compartirían, cómo no, con ancianos desechables y adultos incómodos. La idea, esto lo supe más tarde, no era tratarlos, para eso estaban los psiquiátricos, las residencias para la tercera edad y los centros de desintoxicación. El Residencial San Sebastián era otra cosa. Se parecía más a un trastero para personas.
Entonces yo tenía quince años y la romántica idea de que un día, cuando no necesitara el dinero de mis padres, recuperaría a Lucía.
Por mí más que por ella. Porque también yo formaba parte de ese mantillo de personas que se juntaban unas con otras, por necesidad, en rincones sórdidos donde no brillaba la purpurina ni sonaban los aplausos. Si acaso, alguna vez, el chasquido de una lengua contra los dientes, los zuecos de plástico de una enfermera impaciente o el golpeteo telegráfico de un bolígrafo sobre el papel. Aulas de apoyo, esquinas sembradas de colillas, las gradas traseras. Lugares sombríos para personas sombrías. Madrigueras de conejo sin salida.
La gente creía entonces, todavía lo cree, que todas las adolescentes oyen los mismos sonidos. Lo que ocurre es que desde fuera de sus jaulas se percibe una cacofonía de voces a medio formar. Dentro es otra cosa. Dentro se sabe quiénes son las que reciben felicitaciones por sus logros y el amor de sus familias. Con ellas conviven las Lucías, oscuras, drenadas. Y en el centro, a medio camino entre unas y otras, están las Alicias. Allí estaba yo: acurrucada casi todo el tiempo. A la espera de que pasara el chaparrón.
Una catarata de lluvia enloquecida corría tras Lucía de la mañana a la noche y, cuando descargaba, lo hacía sobre ella y sobre cualquiera que anduviera por los alrededores. Lo que me incluía a mí. Las hermanas están para eso. Las gemelas lo comparten todo, aunque nadie dijo que los porcentajes fuesen equitativos. Ella jugaba todas sus cartas y se aferraba al último cuatro de copas, aunque pintasen espadas, mientras que yo apenas me atrevía a mostrar mis triunfos.
Lucía robaba los exámenes y se levantaba la falda para enseñarles las bragas a los profesores. Se pintaba palabras inexplicables en la frente y se agujereaba la blusa del uniforme cada poco.
Yo no la detenía porque Lucía lucía. Como los relámpagos que anuncian truenos. Como un filo de cuchillo antes de clavarse en la carne. Arrastraba nubarrones negros tras de sí y yo no podía disiparlos con mis débiles bengalas. ¿Quién se fijaría en una nubecilla gris perdida en medio del diluvio universal?
Yo fumaba en el campo de baloncesto, el más escondido, o me saltaba alguna clase. Una vez me escapé y di con Lucía y otras compañeras. Estaban en el baño, en el suelo. Jugaban a mover un vaso con un dedo. O a que no se moviera. O a fingir que no eran ellas quienes lo movían. Me senté frente a mi hermana y clavé en sus ojos verdes mi mirada, tan verde como la suya.
—¿Quieres saber cuándo vas a morir, Alicia?
—Qué va. Quiero saber cuándo vas a morir tú.
Las otras chicas se pusieron nerviosas. No recuerdo sus nombres, solo el revolotear de faldas plisadas, las exclamaciones susurradas, los resoplidos, unos pocos «vámonos de aquí, están locas». Y luego solo la cisterna del tercer cubículo, que no dejaba de soltar agua.
—Pues pregúntalo.
—¿Hay alguien ahí? —dije. Porque hay que seguir las reglas. Las Alicias, las que no lucimos, las que no vivimos bajo una ducha eterna de lentejuelas y estrás, sabemos que hay que seguir las reglas.
—¿Cuándo me voy a morir? —dijo ella sin que el vaso vacío tuviera tiempo de dar su respuesta.
Entonces llegó alguno de esos profesores que años atrás le había visto las bragas a mi hermana. Uno de esos que estaba deseando quitarse de encima el problema que suponía una alumna así. Creo que fue él quien sugirió el magnífico Centro Residencial San Sebastián.
Nos mudamos algunos años después del episodio. Asistí llena de perplejidad al proceso de deconstrucción de la que hasta entonces había sido mi casa. No comprendía de dónde extraía mi madre la capacidad de encerrar en cajas de cartón no solo los objetos, sino todo lo que estos representaban. Para ella parecía algo automático, carente de peso o significado. Tomaba, por ejemplo, la vajilla favorita de la abuela, le colocaba una pegatina azul y pasaba a otra cosa. Al juego de escritorio de papá, pegatina roja; a una fotografía movida, pegatina amarilla.
Trataba los episodios de nuestra vida igual que a los cromos de un álbum en cuya portada se la viera solo a ella: espléndida e implacable como una esfinge.
Contrató a una empresa de mudanzas y a mí me fue encomendada la tarea de colocar esas mismas pegatinas de colores sobre mis pertenencias. Un círculo rojo significaba la salvación, así que empleé muchos cuadrados amarillos, que conllevaban pena implacable de destierro. Las muñecas de porcelana, procedentes de la oscura mente de la tía Almudena, cayeron en primer lugar. Veintidós de ellas se acumulaban en un estante construido a propósito, de modo que empleé cuarenta y cuatro pegatinas para cerrarles los ojos. Las esferas llenas de líquido transparente y copos de nieve falsa rotuladas con nombres extranjeros corrieron la misma suerte. Los animales de peluche tampoco se salvaron.
Había dormido durante años custodiada por los ácaros que hacían vida en la felpa de los ositos y los conejitos. Las caras blancas de las muñecas se convertían en la de Lucía. Reflejaban la luz de la luna durante las noches de verano y me llenaban de culpa y de miedo. Las bolas de nieve encerraban mundos completos cuya entrada me estaba vedada. Mi hermana los recorría todos ellos en mis pesadillas. Saltaba de la Selva Negra a Gibraltar, de Londres a las nevadas cumbres de los Dolomitas. Me susurraba palabras ininteligibles mientras flotaba boca abajo por encima de los tejados pintados de colores y la melena negra se le cubría de blanco y luego los brazos, las piernas y los labios. Las mejillas se le endurecían al fin y solo quedaba de ella el brillo de los ojos verdes, que se volvían negros y giraban sobre sí mismos, y se escondían en sus cuencas y aparecían tras las pestañas de plástico de las muñecas, fuera ya de los globos navideños que me llegaban en cualquier época del año porque el tío Carlos viajaba mucho. No como yo, que me había quedado quieta cuando se llevaron a Lucía y debía dormir bajo su atenta mirada llena de desdén.
A la hora de acostarme no había colocado todavía ningún círculo rojo. Tenía la certeza de que lo que me llevara de la casa permanecería conmigo para siempre y, aunque sabía de qué necesitaba desprenderme, no estaba tan segura acerca de lo que prefería conservar. La ropa, claro. Y los libros. No conocía la entrada a la realidad de Lucía, pero poseía la clave para colarme en esos mundos de papel. No cabía duda alguna sobre eso ni cabía nada que no fueran dudas sobre todo lo demás.
Al final, tras mucho pensarlo, estampé un círculo de salvación en la tapa de un antiguo tambor de detergente lleno de piezas de plástico que servían para construir castillos. Vistas desde lejos parecían hechas de cera, de un color rosa claro veteado de rosa más oscuro, marrones y blancos que se confundían. Faltaban almenas y puentes levadizos, pero allí guardaba muchas de las tardes interminables con Lucía. Antes del instituto y de las nubes negras, de las bragas al aire y los espíritus anclados al baño de las chicas. No podía dejar atrás a mi hermana por mucho que mi madre me hubiera prohibido hablar de ella. No quería.
Escogí también una lámpara infantil, un gusano muy gracioso al que se le encendía la cara cuando lo apretabas. La edad le había borrado los rasgos y ya no tenía ojos bajo el gorro de dormir ni labios; solo una superficie redonda con suaves hoyos donde antes se dibujaban cejas, iris, párpados, pestañas y boca. No conseguí recordar de dónde había salido, pero siempre había estado ahí, así que me pareció buena idea conservarlo. Usé tres pegatinas para devolverle el rostro a Gusi y una cuarta para marcar mi puzle de España por provincias. Mi madre me lo había comprado el mismo cumpleaños que Lucía recibió Europa por naciones. Cuando no nos contábamos historias ni construíamos castillos, hacíamos carreras de puzles. En el Centro Residencial San Sebastián una interna llevaba al cuello un trozo de cartón con la forma de Álava. Yo lucía una que representaba Francia.
Mi habitación en la nueva casa parecía un solar. Por supuesto, mientras mi madre indicaba a los trabajadores de la empresa de mudanzas dónde debían colocar las cajas que ella misma desharía más tarde —los muebles, todos nuevos, ya nos esperaban—, a mí me confinó en mi cuarto. No me llevó mucho tiempo ordenar las docenas de libros, colgar la ropa en perchas y escoger un lugar seguro para un juego de construcción incompleto, un gusano de luz y un puzle; así que me encontró leyendo cuando, llegada la hora de comer, subió para comprobar que había seguido sus instrucciones.
—¿Pero dónde están tus cosas?
No se dirigía a mí. Miraba en derredor con los brazos en jarras. Las manos de manicura perfecta rodeaban su cintura de avispa a la vez que su boca, pintada con un carmín rojo mate muy sofisticado, formaba una «o» perfecta, redonda como un botón o un capullo de rosa.
—No me digas que las han perdido.
Adoptó su pose favorita: se cruzó de brazos; lo que indicaba que no, que de ningún modo podía ser.
—¿Por qué no me has avisado? Ahora ya se han ido y tendré que llamarlos. Me van a oír. Y tú también. En cuanto termine con ellos. No puedes dejar que las cosas pasen a tu alrededor sin hacer nada. Esto era tu responsabilidad.
Se colocó un rizo dorado detrás de la oreja y suspiró muy hondo mientras negaba con la cabeza. Había vuelto a cruzar los brazos sobre el pecho y, aunque vestía vaqueros ajustados y una camisa ancha de pintor, a mí me pareció que se cubría con el más suntuoso vestido que una mujer hubiera lucido nunca, todo tules y vuelos y estampados floridos pero elegantes. La armadura más completa jamás forjada.
No había nada sobre la faz de la tierra capaz de atravesar con éxito la frontera de los brazos cruzados de mi madre, pero yo acababa de cumplir veintidós años y las ideas románticas aún no me habían abandonado. Allí, sentada en el suelo con Miller entre mis manos dándoles cien patadas a los dueños de la Compañía Telegráfica Cosmodemónica de Norteamérica, sentía que él tenía razón y que, una vez entregada el alma, todo lo demás la seguía con inexorable certeza. Pero yo quería recuperar la mía. Un pedazo, al menos.
—Está todo aquí, mamá.
—No digas tonterías. Faltan las muñecas de colección de tu tía y las bolas de nieve del tío Carlos.
—No, no faltan —insistí—. Les puse pegatinas amarillas.
La expresión de horror que se pintó en su rostro me atravesó. Se llevó la mano a la frente y bajó la cabeza. Yo dejé mi libro abierto boca abajo en la alfombra y me levanté.
—Me dijiste que decidiera qué quería traer.
Mi madre suspiró. Un suspiro idéntico al que había dedicado a la empresa de mudanzas.
—Eran unas muñecas carísimas. Tu tía se va a llevar un disgusto.
—Si las querías —arriesgué—, haberlas traído tú. A Lu… A mí me daban miedo. No me dejaban dormir, ahí mirándome con esos ojos de canica siempre abiertos. —Aceleré mi discurso sin importarme demasiado las palabras. Daba igual lo que dijera. Cualquier cosa con tal de que pasase por alto que había estado a punto de mencionar a mi hermana—. Y las bolas esas, lo mismo; tampoco me gustaban. Eran como un zoo de mentira. No me gustan los zoos. Me dan pena los animales. No me gusta verlos encerrados, humillados. No habría que encerrar a nadie, ¿sabes? Y menos a los animales. —Aquello no iba bien, así que cambié de tercio sin pensar—. Pero tampoco me he traído los peluches, ¿ves? Tú odiabas los peluches por lo del polvo y eso. Y los ácaros. Pues los he dejado. Ya no hay peluches. Decías que eran de cría y que a ver dónde ponía los libros de la carrera con tanto trasto.
Eché una mirada a las paredes vacías de la habitación. Desde luego, si algo sobraba allí era espacio.
—No puedo creer que te empeñes en hacernos esto —contestó.
Después de aquello no volví a tener con ella una conversación en la que no estuviesen involucrados el salero o el mando de la televisión. Ella no las comenzaba y yo prefería esperar a que la resaca de la discusión pasase.
Cambiarnos de casa no significó un cambio de universidad, pero sí que el trayecto de ida y vuelta se alargase. Como consecuencia, dispuse de mucho más tiempo para leer. Leí a los poetas malditos porque no ha existido jamás un universitario que no se considere uno de ellos. Leí a Boris Vian, a D. H. Lawrence, a Sartre y a Camus. Leí a Oscar Wilde y a cuanto inadaptado encontré en el refugio de una estantería. Leí a las Brontë y jamás me separé de Henry Miller. Cuando descubrí a Marguerite Duras y su prosa fragmentada, sus adjetivos cirujanos y sus frases heridas, hirientes, descubrí también lo que deseaba ser. Y supe, al mismo tiempo, con quién deseaba serlo.
Si tuviera que nombrar dos momentos de felicidad, solo dos que hayan marcado mi vida para siempre, serían estos: la tarde en que Lucía y yo intercambiamos las piezas de nuestros puzles y cuando abrí La lluvia de verano y leí un solo párrafo: «Y luego un día —dice Ernesto—, sintió el deseo ardiente de vivir una vida de piedra. De muerte y de piedra». Les leí esas pocas palabras a aquellos que desde entonces fueron mis amigos.
No nos hicimos un corte en el pulgar ni nos bebimos nuestra sangre diluida en agua corriente. No compartimos drogas ni iniciamos revolución alguna. Yo leí la muerte en La lluvia de verano y fue como extraer una biopsia de una autopsia. Fui la primera en reconocer que, si no estaba con Fran, Delia, Jaime, Alberto o Marina, me sentía como muerta.
A veces escribíamos, pero sobre todo leíamos y nos enamorábamos, porque para eso sirven los estudiantes. Nuestra vida en común era un continuo de muerte y resurrección, de amor y de promesas. Nos juntábamos en una cafetería rancia y barata poblada por señoras de pelo cardado, que tomaban infusiones. Mientras ellas convertían las servilletas de papel en bolitas que luego usaban como amarracos para partidas eternas de mus, nosotros volvíamos locos a los camareros con la temperatura de la leche y la combinación de azúcar y sacarina.
Delia tomaba café solo. Le daba el primer sorbo cuando ya se había atemperado. Ella misma tenía el aspecto de una bebida caliente, amarga, fría y escasa, de la que no querrías prescindir. Le brillaban las mejillas morenas de sol y usaba gomina para domeñar unos rizos que yo habría preferido salvajes, como sus ojos. Ocultaba detrás de sus pestañas espesas todo lo que los demás nos apresurábamos a mostrar en cuanto veíamos ocasión. Fran bebía cerveza. Sus padres eran ricos, como los míos, y siempre llevaba mucho más dinero que los demás en el bolsillo. Peinaba con cera un pelo tan negro como el café de Delia y ocultaba sus articulaciones prominentes bajo camisetas descoloridas, viejísimas y demasiado anchas que le servían para disimular su posición privilegiada al mismo tiempo que revelaban sus inquietudes. Marina lo adoraba porque Fran encontraba respuestas para todo. A veces hasta formulaba él mismo las preguntas. Así que ella empezó a comprar camisetas también y vaqueros de segunda mano, se cortó tanto el pelo que se le veía el cráneo y dejó de maquillarse. No lo era, pero parecía más alta que Fran. Alberto tomaba té con leche templada a todas horas mientras jugueteaba con sus guedejas rubias. En ocasiones con un chorro de anís. Inoportuno, de espíritu independiente, tan pronto recitaba a Rimbaud como se despedía porque tenía entradas para el fútbol o porque había quedado con alguna de aquellas chicas que nosotros, desde nuestro inalcanzable pedestal construido con volúmenes de alta literatura, llamábamos huecas neumáticas. También habíamos leído a Huxley.
Que leer se convirtiera en mi manera de escapar a la tiranía doméstica tenía sus ventajas. Si alguien entraba en mi cuarto por sorpresa siempre me veía con la cabeza metida en un libro. Nadie, jamás, se interesó por el contenido de ninguno de ellos. De vez en cuando acudía al folleto de San Sebastián y trataba de adivinar dónde, en qué habitación de aquel edificio de color arena habían encerrado a mi hermana.
Fue idea de Fran mentir abiertamente.
—Solo es un fin de semana y somos mayores de edad. ¿Qué van a decirnos?
Llevaba una camiseta marrón que proclamaba en letras amarillas su posición en contra de las centrales nucleares.
—Bueno —contestó Delia, despacio. Delia siempre hablaba despacio, como si construyera las palabras cada vez que las pronunciaba—. Para empezar, lo de «su casa, sus normas». Mis padres por lo menos.
—Yo voy —dijo Jaime—. No creo que lo hagan, pero podrían castigarme de todas formas.
Marina iría, claro. Era idea de Fran, así que no cabía discusión. Alberto ni siquiera se lo pensó y Delia al fin se avino a acompañarnos. Nadie me preguntó qué haría yo. Se trataba de la búsqueda de mi hermana, así que daban por sentado que iría.
En realidad, no hacía falta pasar el fin de semana fuera ni se lo habrían prohibido a ninguno de mis amigos, pero teníamos los pocos años que habíamos cumplido y a veces exagerábamos. También yo, aunque no en eso. Yo debía mentir para cualquier cosa porque, por mucho que mi madre no me hablara, tenía muy presente que yo formaba parte de sus propiedades. Igual que los objetos que había catalogado con pegatinas, como las muñecas y las bolas de nieve. Yo salía y entraba según lo dispusiera su voluntad.
El bosquecillo que rodeaba el Centro Asistencial San Sebastián se encontraba al final de la línea catorce de autobús, al norte de la ciudad. Se accedía al terreno circundante a través de una puerta de forja de aspecto antiguo, señorial, que la dirección mantenía reluciente. Las barras pintadas de negro terminaban en puntas de lanza recubiertas de pan de oro. Los coches pasaban por el arco central y los peatones, nosotros, por una puerta lateral tan negra y dorada como la otra.
—¡Joder! A ver si no nos dejan entrar.
—La idea —dijo Alberto— es llegar hasta recepción o información o lo que sea y preguntar por Lucía. Nada más. No queremos colarnos. No sé por qué no nos van a dejar entrar.
En realidad, yo sí quería colarme. La echaba de menos. Mucho. También me sentía culpable. Si entrábamos por la puerta principal y nos presentábamos, estaríamos colocando una piedra más en el muro de su encierro. Como si nos pareciera bien. Como si a mí me pareciera bien.
—Hay que sacarla. A lo mejor no ahora, pero tengo que sacarla de ahí.
—Claro. Nos vestimos de negro y nos ponemos unos pasamontañas. No faltaba más.
Me encogí de hombros y eché a andar por el borde de la carretera, cubierta por agujas de pino resecas. Al poco tiempo yo ocupaba el último lugar y Fran abría la marcha. Hacía el tonto sin parar. Cuando no imitaba un desfile militar, simulaba que tocaba un tambor. Alberto le seguía la corriente en todo. No había juego al que no se apuntase. Las chicas avanzaban en silencio. Las noté incómodas. Sobre todo, tenía la impresión de que Marina no quería estar allí. Caminaba como si todos los huesos de su cuerpo esbelto le agujereasen la piel. La camiseta estampada con símbolos anarquistas, demasiado grande para ella, flotaba alrededor de sus bíceps bien torneados.
—Deben de tener mucha pasta tus padres —dijo sin darse la vuelta. Yo le contesté a su cráneo rapado que la tenían. Mucha. Y que les servía para mantener encerradas a sus hijas.
—A mí en casa y a Lucía aquí.
—Qué vergüenza.
Con Marina no se sabía nunca si te daba la razón o te insultaba. A pesar de todo era bonita y fracasaba estrepitosamente en su intento de ocultarse tras unas pequeñas gafas estilo Quevedo y un modo de hablar ambiguo y ofensivo. Todo en ella llamaba la atención.
—Si yo fuera su hija, les diría lo que pienso.
—Claro, claro —intervino Fran—. Porque siempre les dices a tus padres lo que piensas de su empeño en mandarte a una universidad que no se pueden permitir, por ejemplo.
—Eso es distinto.
—No, Marina, no es distinto. —Allí estaba el hombre de las respuestas, con su pelo negro bien domado y el brillo del ingenio en los ojos. Se enamoraba de sí mismo cuando se ponía en plan docente—. Es igual. Lo que pasa es que las familias, desde fuera, parecen muy facilitas; pero te metes dentro y son como telas de araña. ¿O es que te crees que yo soy súper feliz en casa? —Fran no permitió que contestara—. Pues no. Yo les saco la pasta y me dejan hacer más o menos lo que me da la gana siempre que no los ponga en evidencia.
Agachó la cabeza como si él mismo se hubiera avergonzado. Yo escrutaba el bosque, deseando encontrar una ardilla, o un ciervo. Algo con lo que distraerme. Pero no había allí nada más que hojas picudas de color verde oscuro y piñas de hoguera.
—Y luego están mis padres —intervino Alberto—, que son perfectos porque no se enteran de una mierda. —Hizo una pausa—. ¿Qué tal los tuyos, Delia?
—No me quejo.
—No, tú no te quejas nunca. Qué tía. ¿Y los de Jaime? —continuó Alberto.
—Son padres, tío —contestó a regañadientes—. Como los de todos. A saber qué clase de padres seremos nosotros.
—¿Tú quieres tener hijos? —le pregunté.
—No lo sé. Ahora no, claro. Pero en algún momento encontraré a la persona con la que quiera compartir mi vida, supongo. Y tendré que planteármelo.
—Yo no quiero hijos —dije. Y le di una patada a una piña—. Ni en pintura.
No le importó mucho. Marina en cambio sí tenía algo que decir al respecto.
—Si yo fuera tú, tampoco los tendría.
—Os planteáis asuntos demasiado profundos —dijo Alberto. Y se acercó a mí. Me pasó el brazo por la cintura y me hizo cosquillas. Sus dedos se hundieron en mi carne y enrojecí de vergüenza. No me gustaba ser la más gorda de mis amigos.
—No como tú —interrumpió Delia—. ¿Tú piensas en algo alguna vez? A veces me muero de la envidia contigo, de verdad.
Lo decía con total sinceridad, con los ojos negros abiertos como escarabajos voladores y una sonrisa perfecta.
—A veces, muy pocas —Alberto se puso en jarras, la viva imagen de Peter Pan—. Cuando se me ocurre una idea seria o algo me da vergüenza, pongo en funcionamiento una fórmula mágica que siempre me funciona.
—Estoy deseando saber cuál es —dijo Delia.
—Salto.
—¿Así? —Fran se puso a brincar como un simio en una jaula. Le faltaban los aullidos.
—No.
Por algún motivo, Alberto me miró con una seriedad que no le conocía antes de contestar.
—Salto como si me lanzara a una piscina.
—No entiendo nada —confesé—. ¿A qué te ayuda eso?
—A hacer lo que me da la gana. Porque cuando saltas a una piscina, lo único que puede pasar es que te mojes. Y, bueno, dos tercios de ti misma son agua.
Habría contestado, pero el edificio principal del Centro Residencial San Sebastián ya se alzaba ante nosotros, chato, feo, muy por debajo de las expectativas despertadas por la verja de forja y pan de oro. Tal y como aparecía en las fotografías del folleto, no se trataba más que de una mole de cemento pintada de color arena y rematada con un tejado anaranjado a dos aguas. Una cubierta sostenida por columnas a modo de porche indicaba dónde se encontraba la recepción.
Fran se puso serio, quizá porque las circunstancias lo exigían. Se acercó a mí, me pasó un brazo por los hombros como si fuésemos gánsteres de la misma banda y me preguntó si estaba lista.
—Vamos —dije.
Fuimos. Nadie nos puso ningún problema para entrar. Al contrario: las puertas de cristal se abrieron de manera automática en cuanto nos acercamos a su sensor de movimiento. Dentro, el aire acondicionado y el hilo musical convertían el lugar en un perfecto escenario de película rodada para televisión. Temperatura suave, música apacible, conversaciones susurradas. La vida allí dentro se desarrollaba dos tonos por debajo de lo que ocurría fuera. No se veía movimiento en la entrada: ni enfermeras apuradas, ni pacientes ni visitantes nerviosos. De no ser por el sonido del saxofón dulcificado y los veintidós grados constantes, habríamos creído que el lugar se hallaba abandonado.
Mis amigos avanzaban detrás de mí en formación aérea de ataque; replicábamos la silueta de una golondrina en pleno vuelo. Tras el mostrador de información, un hombre con polo rosa nos preguntó si podía ayudarnos. Le dije que sí y pronuncié el nombre de mi hermana. El hombre tecleó en su ordenador.
—Repíteme tus apellidos, por favor.
—Alicia Sempere Martín.
—Sempere Martín, ¿verdad?
A mi espalda, Alberto se había despojado ya de la pátina de seriedad impuesta por Fran y empezaba con sus bromas. Me puso nerviosa. Me volví hacia atrás con la esperanza de que una mirada de advertencia bastara para que se callase.
—¿Sempere Martín? —preguntó de nuevo el recepcionista. Por su tono estaba claro que el comportamiento de Alberto iba a meternos en un lío.
—Sí. Lucía Sempere Martín. Es mi hermana gemela.
—¿Y venís todos juntos?
—Sí —confirmé—. Son mis amigos. Estudiamos juntos y hemos aprovechado el fin de semana.
—La echamos de menos —añadió Marina.
Tras un rápido vistazo a la camiseta anarquista, la cabeza rapada y las gafas decimonónicas de mi amiga, el hombre se quitó del polo una pelusa inexistente y comprobó los datos que le devolvía la pantalla.
—En la ficha dice que solo puede recibir visitas de la familia. Si tú eres su hermana y te has traído el DNI, puedes pasar. Ahora estará en su cuarto. Si alguno de vosotros —añadió dirigiéndose a los demás— es su primo y puede demostrarlo, también le haré una tarjeta de visita.
Al final entré sola porque, con normas o sin ellas, era lo correcto. Recorrí pasillos eternos, tan brillantes que parecían igual de falsos que la entrada. Me habían dado un número: el veintidós. Allí vivía mi hermana y allí me dirigí con el pecho palpitante de anticipación. No sabía qué iba a encontrarme, pero al otro lado de la puerta solo me esperaba mi hermana, tendida en la cama con la mirada perdida más allá de la ventana.
—Lucía.
Pronuncié su nombre en voz alta, como lo había hecho siempre. Ella, sin embargo, no contestó. No se dio la vuelta, no me miró, no reconoció en absoluto mi presencia. Así que rodeé la cama y busqué su rostro, que era lo mismo que buscar el mío. Siempre nos habían confundido, desde pequeñas. Hasta que ella cambió de tal manera que sus acciones la delataban. Porque yo no gritaba como si me estuvieran matando si no quería tomar un plato de sopa; ni pataleaba cuando me obligaban a dejar de ver una película poco adecuada ni rompía los vestidos de fiesta de mamá para que no saliera de noche. Tampoco era yo quien dibujaba extrañas escenas donde todos los personajes aparecían decapitados menos nosotras dos. No me permitió que la mirara a los ojos. Unos preciosos ojos verdes que compartíamos. Cuando me acercaba ya a su lado, se dio la vuelta, lo que supuso un alivio. Al menos reconocía mi presencia en la habitación.
—Lucía.
Repetí su nombre. No sabía qué otra cosa decir.
—Soy Alicia.
—Ya lo sé —contestó—. No quiero que me veas.
Sabía que aquello que estaba pasando tenía que entristecerme, pero en cambio me enfadé. Me enfadé tanto que podría haber hecho cualquier cosa. Ella lo supo. Como lo sabía siempre todo de mí.
—No te enfades —dijo—. Tengo tu puzle. Tu pieza.
—No me enfado contigo.
Extendió un brazo en mi dirección y abrió la mano sobre las mantas finas. Allí estaba mi Álava de cartón.
—No vengas más o mamá te meterá aquí para siempre.
—La próxima vez será para sacarte.
—«Para sacarme» —repitió.
E inmediatamente se dio la vuelta. Lo hizo muy rápido, con la energía de sus salidas de tono. Me miró a los ojos con mis ojos. Me sonrió con mi sonrisa, se apartó mi pelo de mi cara y me lanzó un beso mío.
—¡Pues no voy a esperar siempre! —graznó—. Me voy a morir, Alicia. Me estoy muriendo, ¿no lo ves?
Me mostró las muñecas enrojecidas, pataleó hasta que dejó al aire los tobillos desollados. La tenían atada. No en ese momento, pero sí a menudo.
—Yo quiero irme, hermanita. Y no voy a esperar a que vengas. Porque no lo harás. ¿Te crees que no lo sé? ¿Que eres más feliz conmigo aquí dentro? ¿Quién te acompaña? No eres capaz de hacer nada sola, así que habrás venido con alguien. ¿Amigos nuevos? ¿De los que no te conocen? Ya se darán cuenta de cómo eres. Y cuando te conozcan me verán a mí. Y te odiarán.
—Yo no te…
—Eres como mamá.
Gritó algo más mientras yo me alejaba porque aquellas palabras no eran mis palabras ni la voz con que las pronunció era mi voz y todo sonaba a maldiciones antiguas, a espíritus inquietos, a destinos cosidos sobre sombras.
A todo eso de lo que no se puede escapar.
No sé qué llevaba yo en la cara cuando alcancé el hall, pero Delia se levantó de su incómoda silla de plástico con auténtico horror y lo mismo hicieron los demás. Hasta Alberto empalideció. Marina —lo recuerdo bien porque aquellos momentos y los días que siguieron se han grabado en mi memoria— se abrazó a Fran como si algo le hubiese sucedido a ella. Jaime me miraba, nos miraba a todos, y también al recepcionista. Fue él quien nos instó a salir de allí cuanto antes.
—Creo que ha llamado a tus padres.
Hay frases perfectas en su mediocridad absoluta. Como aquella. Son perfectas porque tienen la virtud de devolverle a la realidad esa entidad que a veces pierde. Por ejemplo, en aquel momento en que creí que me desmayaría y que Delia caería al suelo bajo mi peso y que Fran se desembarazaría de Marina y que Alberto tomaría la iniciativa y haría algo heroico en lugar de comportarse como un payaso.
Podría haber sucedido cualquiera de esas cosas. O ninguna de ellas.
Al fin y al cabo, mi hermana me había lanzado un conjuro de tiempo que me obligaba a crecer deprisa, a decidir deprisa, a poner en práctica muy deprisa mis románticas ideas. Como el hombre de negro de la canción, debía acercarme al cuarto de mis padres y matarlos. ¿No era eso lo que me había pedido? ¿No era eso lo que refulgía en el fondo del incendio que lucía en sus pupilas?
Lo fuera o no, Jaime quebró esa realidad alternativa y nos devolvió al hecho indiscutible de que no sería buena idea que mis padres nos encontraran allí. Ni siquiera cerca.
En lugar de seguir el camino de entrada, nos internamos en el pinar. No demasiado, solo lo justo para que no se nos viese desde la carretera. Lo único que teníamos que hacer era llegar a la verja y seguirla hasta los arcos de la entrada. Había algo de libro de aventuras en el modo en que nos movíamos sobre el suelo mullido. Fran lideraba la marcha de nuevo, Marina se quejaba de que las suelas de sus zapatillas de loneta eran muy finas, Alberto jugaba a esconderse tras los troncos de los árboles y Delia se movía cerca de mí en silencio y pendiente de no tropezar. Jaime cerraba el desfile con un ojo puesto en la carretera; debíamos fijarnos en cualquier coche que pasara. En cuanto a mí, me limitaba a poner un pie delante de otro y me alegraba de que ese movimiento mecánico me alejara de Lucía.
Los bares universitarios empezaban a llenarse a eso de las once de la noche los viernes, pero para entonces nosotros ya estábamos borrachos. En parte gracias a Fran, a su dinero, y en parte gracias a lo mucho que necesitábamos olvidar esa sensación tan desagradable de que el mundo se había partido en dos, de que podríamos haber hecho algo distinto a lo que hicimos. Yo podría haberme acercado al mostrador de recepción y haber exigido al recepcionista que llamara a mis padres porque tenían que sacar a mi hermana de allí. Los demás podrían haberme preguntado lo que había pasado. Yo se lo habría dicho; les habría descrito la lucidez de mi hermana, la incapacidad de mi madre y mi propia cobardía. Pero no hicimos nada de eso. En su lugar, bebimos como adultos, hicimos chistes absurdos de adultos, pagamos una pensión barata y cometimos errores nuevos para enmascarar errores antiguos.