Hijos del exilio
Prólogo
El 22 de agosto del año 2945, sale del puerto de Berut, ciudad capital de Tendall, uno de los pocos planetas humanizados del brazo de Perseo, La Vittoria, una nave de carga de quinto nivel que lleva a bordo a 10.000 pasajeros. Pero este no es un viaje de placer. Se embarcan en un estado de sueño subcero hasta llegar al planeta humanizado más cercano, Rint, en una travesía que durará 7 años.
Huyen de la guerra desatada por el grupo rebelde Senetaĝo contra el represivo gobierno tendalliano.
Un grupo de voluntarios entre el pasaje se ofrece como tripulación improvisada de la vieja nave. Debido a la escasez de oxígeno y de alimentos para mantenerlos durante el viaje, solo dos permanecerán despiertos para salvaguardar las vidas de los demás y cuidar de La Vittoria: un especialista biosanitario y una ingeniera mecánica.
Esta es su historia.
Capítulo 1
Cuaderno de bitácora, 24 de agosto de 2945, 2 días desde el despegue. La nave ha abandonado ya la órbita de Tendall y se dirige fuera del sistema estelar. No ha habido incidencias.
***
Estoy seguro de que me odia. Preeya me odia. Llevamos dos días en esta nave y aún no me ha dirigido ni más de diez palabras. En la instrucción (si es que esa semana y media llega a tal categoría) no era muy sociable, pero no mostraba tantísima frialdad. Esperaba al menos charlar con alguien. Nos espera un viaje de siete años juntos. ¡Siete años! Esta mañana preparaba café cuando llegó, se sirvió y no dijo ni media. Se fue y no ha vuelto a las zonas comunes hasta la cena.
Si este es el trato que voy a recibir durante el resto del trayecto, supongo que me haré amigo de la mema y anticuada IA de la nave antes que de Preeya.
Hoy, igual que ayer, he intentado cumplir mis tareas. Aún noto cierta torpeza al abrir el control. Me siento delante de una gran mesa de cristal líquido, donde están monitorizados los pasajeros. Vigilo que no haya ningún dato fuera de lo normal tras una primera criba informática. Es inviable revisar uno por uno a los 10.000 pasajeros. Solo estoy para reajustar sus constantes y asegurar que están bien nutridos y oxigenados.
Por ahora, todo marcha como la seda. Aunque apenas he pegado ojo. Quizás tarde en volver a dormir con normalidad tras lo que he visto, después de dejar mi vida atrás.
Aprovecho que las zonas comunes tienen visores exteriores y admiro la panorámica de Tendall. Sus colores rojizos y ocres me agarran el corazón en un puño contra mis costillas. Puede que nunca vuelva a mi tierra, que jamás camine por la arena dorada y cálida de Abdem, mi ciudad. Tal vez ya ni siquiera exista.
No quiero dejarme hundir por esas ideas. No ahora. No tan pronto. Si sigo sin dormir un par de noches más, cogeré calmantes de la enfermería. Total, soy el jefe.
Soy el jodido jefe de la mitad de la nave. Qué más da.
He recurrido a la vieja y efectiva táctica de ocupar mi mente con labores sencillas. Después de admirar las vistas, he cogido los distintos manuales sobre los motores, así como los de la maquinaria del sueño subcero que hemos usado. Se supone que yo sé sobre este tema, pero los aparatos cambian de fabricante en fabricante, y prefiero controlarlo al máximo. De ello dependen muchísimas vidas.
No son la lectura más agradable del mundo, pero allí sentado, con mi pantalla holográfica y los manuales, es más fácil olvidar un poco la cruda y asquerosa realidad.
La verdad es que me gustaría hablar con Preeya sobre esto, pero me evita. Ella mejor que nadie debe de entender cómo me siento. Cómo nos sentimos.
Pero estoy decidido a no decaer. No todavía.
***
Me obligo a mí misma a salir de mi habitación. A inspeccionar las tripas de La Vittoria. A comprobar comunicaciones. A vigilar el rumbo. Me empujo a mí misma a ponerme en pie y enfrentarme a esta carraca de quinto nivel que debería estar en un desguace.
Una puta semana y media de instrucción.
Un adiestramiento básico dura seis meses.
Tampoco es que tuviéramos más tiempo, no con Senetaĝo destrozando Berut.
Cuando terminan las veinticuatro horas que tiene un día, cuando acabo toda esta nueva rutina, todo este aprendizaje improvisado, me encierro.
Me encierro en mi habitación, llorando en la cama. Quiero ser fuerte por ella, quiero ser valiente como ella era.
Pero no puedo.
Conseguí salvar un holograma de nosotras dos. Un día que fuimos a las playas rojas de Tel-Siam. Ella está preciosa, sonriendo. Yo llego por detrás y la alzo, mientras chilla y ríe. Me besa.
Cuando llega esa parte, paso las yemas de los dedos por mis labios para intentar no olvidar cómo era besarla.
Me abrazo a mis rodillas, en el suelo de mi habitación, y me deshago. Me deshago en lágrimas, en mocos, en maldiciones, en dolor, en recuerdos, en hologramas, en besos, en caricias.
Ella ya no está. Ella ya no ríe y chilla cuando la alzo. Ya no me besa.
Está tan muerta como otros tantos millones a manos de Senetaĝo. Del gobierno. De los dos.
Da igual.
Tengo siete años de duelo por ella.