Legado de plumas

Prólogo


Mi madre nos quería hasta la locura. Hasta la desesperación. Por eso nos arrancó los ojos. Era el precio de soñar que podía salvarnos así la vida. 

Lo último que vi fueron sus dedos: esqueléticos, tensos como garras. Cerré los párpados, aunque sabía que no debía. Nuestra madre me sujetaba el torso y Arlen se había sentado encima de mis piernas y me agarraba los brazos. Mi hermano lloraba, con la cabeza girada hacia otro lado. Sus hombros se sacudían y escuché el chirriar de sus dientes. Sus rizos se zarandeaban y escondían su cara. Quise gritarle que parase de llorar, de sujetarme, de permitir esa pesadilla. Pero solo cogía bocanadas de aire y las escupía convertidas en angustia. Notaba el sudor de las palmas de mi hermano en mis muñecas. Arlen aguantaba con el rostro muy firme y muy asustado.

Sabía que él iba a ir después. 


Mamá me quería. Arlen me quería. El amor también sabe hacer cosas terribles.


—Si no podéis verlos, os dejarán vivir. Si no podéis ver, os dejarán vivir —repetía una y otra vez, en trance—. Si no podéis verlos…

Era un susurro interminable que se curvaba más agudo por la angustia. Quise gritar que se callara. Quise gritar y despertarme. Nada de eso podía ser real. Pero ella seguía diciendo una y otra vez las mismas frases, mientras sujetaba mi cabeza sobre el acelerado pulso de su corazón. Arlen apretaba mis brazos contra el suelo, intentaba llorar en voz baja.

Entonces mamá me abrió los párpados y me arañó los ojos para sacármelos. Sentí sus uñas clavarse entre las venas. Rasgaron la bola gelatinosa en la que se mueven las pupilas. Empecé a chillar, a desgarrarme la garganta en gritos sobre el insoportable rojo. Mi madre tiraba, agarrando los escurridizos restos con esos dedos tan delgados, hábiles, decididos. Creía que me arrancaba el cerebro a través del agujero en el que escarbaba. Uñas afiladas y rotas como dientes de ratas, que mordisqueaban una madriguera dentro de mi cráneo. «Mamá, mátame. Mátame pronto. Mamá, basta. Mátame». Pero mis gritos no tenían palabras. Mi hermano me sujetaba con todas sus fuerzas y yo chillaba. Me sentía morir de dolor, en una cuna que apestaba a vómito y a sangre.

Dejó caer algo que sonó blando y sangrante contra la madera del suelo. Mi ojo o su alma. Antes de que el dolor remitiese, antes de que pudiera perder el sentido, mamá me abrió los párpados del otro.


Lo peor no fue que todo empezara de nuevo. Lo peor fue que con Arlen tuvo que hacerlo sola. 

Me hubiera gustado ayudar. Recuerdo los alaridos de mi hermano, los sonidos del forcejeo, los jadeos de nuestra madre, que se rompían en llanto. Recuerdo todo eso en una oscuridad roja y sin alma, y el pálpito de dolor insoportable bajo los dedos que me había llevado a la cara buscando lo que ya no estaba.


Y luego llegó el silencio al borde de la inconsciencia. El abrazo de la mujer que nos había dado la vida nos mecía, acurrucándonos en el suelo, con esa forma de llorar que nunca había escuchado: ladridos agudos, cada uno cortado por el siguiente. Sus labios se posaron en nuestras frentes. Nos acunaba tratando de calmar la agonía.

—Si no podéis ver, os dejarán con vida.

Giré la cabeza hacia su voz, o lo intenté. Ella me acarició la mejilla. Todos sabíamos lo que pasaba cuando venían los ángeles. Su belleza era tal que ningún mortal podía soportarla. 

Y nuestra madre nos quería demasiado.


El dolor nos llevaba a mi hermano y a mí en sus fauces como las madres llevan a sus cachorros a su madriguera: sujetando la piel con los dientes. Exhalando su aliento de muerte en nuestras nucas. Nos mecíamos en la inconsciencia, en una oscuridad sin entrañas. Sangramos un dolor tan rojo que creí que nunca volveríamos a estar bien.


Sus pasos sonaban tranquilos y sin clemencia. Puede que no los escuchara y solo recordemos una pesadilla. Oí las súplicas de mi madre, farfullaba muy cerca del suelo, tan nerviosa que a duras penas se la entendía. A lo mejor fue un delirio el que me hizo creer que seguía luchando por nosotros y no es más que un recuerdo que nos hemos inventado.

—No pueden veros, son un regalo. Son un sacrificio… Un regalo. Son mis hijos. Para vosotros. Por favor, señores del cielo… Un regalo. Mi regalo…

No contestaron. A lo mejor nunca pasó. Pero entonces fue ella la que empezó a gritar.

Me revolví en la oscuridad y el suelo. Creo que la llamé. Mis manos encontraron el torso de Arlen, y mi hermano me reconoció. Tiró de mí para abrazarnos. Para que pudiéramos llorar juntos. Nuestra madre gemía con menos angustia que antes y contenía el dolor en la garganta. Creo que la llamé de nuevo, a gritos, porque Arlen buscó mi boca para taparla.

Los gritos de mamá se apagaban.

Los ángeles son de tal belleza que ningún mortal puede soportar su visión. 

Pero la voz de nuestra madre no se quemó como una flor que bebe la luz de un sol demasiado brillante. Sonaba como si le arrancaran el aliento y la deshojaran como una margarita en manos de un niño.


Arlen me abrazaba y yo me aferraba a él. Llorando sin voz y sin lágrimas. «¿Vamos a morir, hermano? ¿Todo esto ha sido para nada? Mamá, ¿por qué no nos has matado tú?». Algo frío, tanto como la porcelana, pero mucho más duro, me sujetó por la barbilla y me alzó el rosto. No tenía fuerzas ni razones para resistirme.

El sonido que siguió era metálico. Resonó como un cascabeleo breve, como una bofetada. Algo demasiado fuera de lugar para que pudiera entender que se trataba de una carcajada.

Creo que empecé a llorar de nuevo, que extendí mi mano al aire. Buscaba a mi hermano. Pero el ángel de voz dulce me alzó en brazos y me sostuvo suavemente y sin compasión.


A lo mejor imaginamos todo eso y en realidad nos llevaron sin decir palabra. A lo mejor lo soñamos. A lo mejor fue verdad. En realidad, eso no importa. Recuerdo a nuestra madre, y que nos arrancó los ojos. Recuerdo su desesperación. Recuerdo el abrazo de Arlen, que lloramos, muy juntos y rotos. Y volver a estar juntos al despertarnos, en la torre de cristal donde moran los ángeles.