No escuches a la Luna

El chico que se cayó del cielo


La noche que la estrella entró por su ventana, Zaira estaba enfadada con sus padres.

En realidad, estaba bastante emocionada antes de que todo se estropease: habría eclipse de luna y le habían dejado quedarse despierta hasta tarde para poder verlo. Por eso acabó antes que nunca sus deberes, sin una queja, y ayudó a colocar los platos en el lavavajillas.

—¡Pero mañana no quiero que protestes ni una vez! Aunque tengas mucho sueño, vas a ir al colegio igual —advirtió su madre, con voz musical.

—¡Ni una!

Su madre sonrió, aunque enseguida tuvo que estar pendiente de Adrián, que se estaba poniendo perdido de papilla. Una vez más. Era un misterio por qué le dejaban que intentase comer solo si acababan él y todo lo que le rodease hecho un asco. ¿Cómo podía una cosa tan pequeña crear tanto desorden? Los cajones de la cocina estaban abiertos, la mesa sucia y el fregadero lleno de cubiertos de plástico. Además, no podían quitarle el ojo de encima. ¡Era más fácil cuando le daban el biberón! Su hermano se reía con la boca llena de una pasta naranja y puso sus manos pringosas en el pelo largo y oscuro de su madre.

—¡Mamá! ¡Que te mancha!

—Da igual, hija, luego me lo limpio.

—Qué asco…

—¡Zaira! —Su padre la miró con ojos serios y las cejas muy juntas—. Ya te lo hemos dicho muchas veces. Ni se te ocurra decir que Adrián da asco, o huele mal…

—O que es tonto —añadió su madre con un suspiro—. O que es aburrido. Es aún un bebé y deberías ser una buena hermana mayor.

El niño soltó una carcajada sin dientes y aplaudió con las manitas manchadas de puré. Zaira apretó los labios para no decir nada. Sus padres volvían a ser injustos. Ella solo decía la verdad: que era un asco que toquetease todo lo que quedaba a su alcance con sus manos torpes y sucias. Ni siquiera le había llamado asqueroso a él. ¡Y podría hacerlo! Ensuciaba todo y lo llenaba de babas. Incluso el pelo de su madre, que era tan bonito y suave que parecía líquido. Y no dejaba que lo viese cualquiera, cuando salía a la calle se lo recogía en sus hiyabs. Siempre se ponía los pañuelos con cuidado en el espejo de su cuarto. Los guardaba allí, en el cajón de la cómoda, muy limpios y ordenados porque su madre era muy cuidadosa. Pero si Adrián se lo ponía perdido de papilla naranja no pasaba nada.


Cuando pidió un hermanito tendría que haber dicho bien claro que quería uno bonito y listo, no uno como ese que le había tocado. También le molestaba que, con lo guapa que era su madre, todo el mundo siempre decía que Zaira se parecía a Lucas, su padre. Y que Adrián era igualito que su madre. ¡Pero si era un bebé cabezón y sin dientes! Todavía no podía parecerse a nadie, que no se lo inventaran.

Encima, desde que había nacido, sus padres cogieron la costumbre de hablar de ella como si no pudiera escucharlos desde su cuarto. «Se le pasará pronto». «Es normal que tenga celos». «Está acostumbrada a ser hija única». «Ya madurará». Zaira no era tonta y podía escucharlos perfectamente. Además, ya era mayor. ¡Había cumplido nueve años! Cada vez que los oía se enfadaba aún más. No se trataba de celos. ¡El problema era ese niño! Pero los adultos se creen que llevan siempre la razón y no se daban cuenta de cuál era el auténtico problema de la familia.


Por lo menos le habían prometido que verían el eclipse. La luna iba a desaparecer poco a poco, como si la noche la devorase. Hasta dejar solo una línea afilada en el cielo. Su padre decía que desde el parque de la esquina tendrían una buena vista. Habían preparado un tupper con palomitas y el abrigo esperaba colgado al lado de la puerta, por si refrescaba. Mientras más se adentraban en el otoño, más fríos se volvían los días.

Zaira caminaba cada pocos minutos a la cocina para comprobar si las manillas del reloj se acercaban un pelín más, hasta que la pequeña hubiera pasado el número nueve y la grande intentara rozar el seis. Luego volvía a saltitos de puntillas al salón para seguir vigilando la noche. Aunque era tarde, no tenía nada de sueño. Seguramente era por las chispas de emoción, que le hacían cosquillas en el estómago.

Y, como siempre, Adrián lo estropeó todo.

Estaban a punto de irse, preparados en la puerta, cuando su madre gritó.

—¡Fátima! ¿Qué pasa? —Su padre dejó caer el abrigo de Zaira al suelo para correr hasta su mujer.

—¡Se ha tragado algo! ¡No puede respirar!

Adrián tenía la cara roja como un tomate y la boca muy abierta. Su madre le zarandeaba y el niño intentaba llorar, pero no hacía ningún ruido. Lucas lo puso sobre sus rodillas y le dio golpes en la espalda, ¡como si le pegara! Hasta que su hermano escupió una masa azul al suelo. Y entonces sí que lloró.

La niña se tuvo que tapar los oídos. Adrián chillaba con los puños apretados. Babeaba sobre los dedos de su padre, que intentaba ver si le quedaba algo más en la boca. Los bebés eran mucho más desagradables de lo que Zaira se podía imaginar. Se acercó para empujar con la punta del pie eso azul que había escupido. Su madre se apretaba una mano contra el pecho.

—¿Qué es eso?

—Es mi plastilina. ¡Se la quería comer!

—¡Te he dicho mil y una veces que no dejes tus juguetes tirados! ¡Podrías haberle matado!

La boca de Zaira se abrió sola. ¿La estaba regañando? ¿A ella, que no había hecho nada?

—Yo tengo mis juguetes en mi habitación. No sé por qué tiene que entrar.

—¡Tu hermano es pequeño!

—¿Y por eso puede hacer lo que quiera? —protestó con los puños cerrados con fuerza—. ¡Que no vuelva a entrar en mi cuarto! ¡Nunca más!

—Somos una familia. —Las cejas de su padre dibujaron líneas muy tensas que intentaban tocarse sobre la nariz—. Y compartimos la casa porque compartimos nuestras vidas. ¿O quieres que te prohibamos a ti entrar al salón?

—Estábamos mejor cuando solo nosotros tres formábamos una familia —refunfuñó por lo bajo, pero no lo suficiente para evitar que sus padres la escucharan.

—¡Cómo puedes decir eso!

—¡Debería darte vergüenza tratarle tan mal! —intervino su madre con los ojos oscuros tan brillantes que parecía a punto de llorar. Pero su voz era firme—: Vete a tu cuarto.

—¿Y el eclipse? —Era casi la hora y se había portado mejor que nunca todo ese día.

—¡No hay eclipse! ¡Estás castigada!

Le entraron ganas de llorar. Pero se giró y se marchó antes de que se le pudieran escapar las lágrimas. Cerró la puerta de un portazo y se llevó las manos a la cara. No había hecho nada malo. Ni siquiera había dicho nada malo y su madre la había castigado. Era una noche especial, en la que iba a quedarse hasta tarde viendo el eclipse. Y ahí estaba, en su cuarto, con sus padres enfadados con ella, una vez más, por culpa de Adrián.

—Fátima, deberíamos ir al médico. Para asegurarnos de que está todo bien.

—Llévale tú, que estás vestido.

Zaira los escuchó hablar mientras sus pasos se alejaban. Como si a ella no le pasase nada y ya no les importase que a su hija se le escurriesen las lágrimas entre los dedos. Sola en su cuarto, sin poder ver el eclipse.

La puerta de casa se cerró poco después. Era injusto. ¡Todo era injusto! Sorbió por la nariz y se restregó los ojos con las manos.

Entonces escuchó el golpe en el cristal. La ventana se abrió de par en par y algo tan grande como ella, tan brillante que casi no podía mirarlo, se estrelló contra su cama. Zaira dio un salto. Se olvidó hasta de sentirse triste. Abrió la boca para gritar, pero lo que había atravesado la ventana se levantó y ella se quedó petrificada. Era un niño, o algo que se parecía a un niño. Tenía la piel dorada y el pelo resplandeciente y despeinado. Un chico de su edad, que intentó ponerse de pie, pero se cayó al suelo.

—¿Zaira?

Los pasos de su madre se acercaban por el pasillo. Tomó aire. Él la miró asustado, con unos ojos, que se parecían a los de un gato.

—¡Por favor, no digas nada! —susurró.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha sido ese ruido? —preguntó su madre desde el otro lado de la puerta.

Ella miró al niño, que temblaba en el suelo. Tenía la piel tan brillante como las luciérnagas. No parecía peligroso. Notó que su madre apoyaba la mano en el pomo.

—No pasa nada, mamá —dijo de forma atropellada mientras buscaba una excusa—. Me he tirado encima de la cama.

—Está bien. Cielo, puedes salir si quieres.

—No puedo. Estoy castigada —recordó, sujetando la manija por si intentaba abrir.

—No te quería gritar. Tu hermano casi se ahoga. Creo que me he puesto nerviosa. ¿Quieres que hablemos?

—No —contestó al momento.

Se sintió mal tan pronto como la palabra se le escapó de los labios. Su madre sonaba triste. Pero había un chico que brillaba en su cuarto y no podía dejar que entrara porque aún no entendía qué acababa de pasar.

—Me voy a dormir ya.

Su madre suspiró al otro lado de la puerta. Zaira sabía que era por su culpa y estuvo a punto de arrepentirse. Pero el niño tenía unos ojos llenos de miedo y se encogía junto a la cama.

—Siento mucho lo del eclipse. Buscaremos una forma de compensarte. —Su madre se quedó callada, como si esperase que respondiese algo. Al final suspiró de nuevo—. Buenas noches, habibti.

Cuando sus pasos se alejaron, Zaira se quedó mirando al niño de piel dorada.

—¿Y tú quién eres?