Ucronía no es un país pegadito a Rusia
PRÓLOGO
Deja que te aclare algo: el futuro no es lo que era y además hace un calor
de muerte. Para que luego nieguen el cambio climático. Mi historia comienza una
calurosa tarde de noviembre. Lo era incluso para los estándares de Nébulon 5. Y
creedme si os digo que los nebulianos se echan una rebequita por encima cuando
llegan a las puertas del mismísimo infierno.
El sudor hacía que la camisa de manga corta con estampados de flamencos que
estrenaba quedara unida a mi espalda del mismo modo que un político corrupto se
agarra a su jugosa comisión en la construcción de la autopista interestelar.
No me consideraba un mal tipo, pero en aquel instante hubiera sido capaz de
matar a un cardasiano por un rumor, por una pista, por aire acondicionado o por
una oficina con ventanas. La cuestión que me ocupaba me quitaba el sueño. Y no
era un mal detective.
Tras librar a la Tierra de un destino fatal gracias a no perderme ni una serie
de abogados, volvimos al planeta a bordo del White Dolphin. Desde que llegué al
futuro no había pisado tierra firme y reconozco que tenía cierta curiosidad por
ver cuáles eran los avances más destacados de la sociedad. Alerta de spoiler: no hay monopatines
antigravedad, trajes de papel albal ni robots mayordomo. La gente es mezquina,
el poder se reparte entre una minoría ridícula y las masas están aborregadas
por deportes como el boxedrez y el rugby submarino o por espectáculos como Los grandes supervivientes quieren casarse
con mi hijo después de cenar conmigo (deluxe). No creo que te puedas hacer a
la idea. Lo importante es que mi aventura solo me reportó cierta fama y exiguo beneficio
económico. Lo suficiente como para poner una cochambrosa agencia de detectives
en uno de los peores barrios de Carolina del Norte. No veas lo que ha cambiado
Carolina del Norte.
Llevaba poco en este negocio, pero los éxitos cosechados en mi breve
carrera como investigador privado me labraron una reputación. El caso del
escritor al que apuñaló su propio ego fue bastante sonado. El del astronauta en
el cráter me puso en el mapa. Y el de los hermanos en el refugio radiactivo
salió en todos los informativos y, por supuesto, está el asunto que hizo que me
dedicara a esto: el asesinato de Vinicius Andrónico. Pero entonces… Entonces me
encontraba en un callejón sin salida. Tenía aquellas imágenes delante de mí y
no sabía qué era lo que estaba viendo. Un pobre desgraciado yacía en un sofá
con una herida en el corazón y un corte en el antebrazo izquierdo. A ese mismo
lado se encontró una taza en el suelo y café desparramado por toda su ropa. El interfecto
se encontraba en una habitación sin ventanas, con la puerta cerrada y sin
ningún registro de acceso que no coincidiera con el suyo. Su novia era la única
sospechosa, dado que el fiambre escribió con sangre su nombre en el pantalón:
«Anna». El problema era que la dama pasó toda la semana en la otra punta del
planeta, y nada más y nada menos que con su amante. El maromo era su coartada.
Ni en la escena ni en los alrededores se hallaron armas con las que se hubieran
cometido el crimen. No se encontró ni una huella. La casera se tropezó con el
cuerpo cuando vino a reclamar su alquiler.
Semanas después de recibir el encargo por parte de su novia —qué
casualidad—, servidor no tenía una sola pista, pero sí la certeza de que no
cobraría un cheque en las próximas semanas como no me pusiera las pilas.
Y entonces entró ella, enfundada en un traje negro, subida en unos tacones
de vértigo y con un sobre, que esperaba contuviera un buen fajo de panocha.
—Buenos días, preciosa.
—De buenos días, nada. Contenta me tienes. Ha sido horrible. Como vuelvas a
mandarme a otro asunto con esos extraterrestres babosos te juro que no
respondo.
Se plantó a la altura del perchero con la lengua muy larga y la falda muy
corta. Que me emplumen en brea si no estaba colado por aquella mujer.
Era la androide más dura de la galaxia. La única que consiguió superar su
programación y la esperanza de vida que le venía impuesta de fábrica. Guapa
como una diosa, lista como un demonio. Fuerte como el whisky, dulce como un «te
quiero». Ya no me quedaban tópicos, así que la saludé.
—Qué pasa, ricura.
—No soy una «ricura». Y tampoco tu secretaria. Explícame por qué tengo que
vestir así. —Comenzó a quitarse los tacones—. Vengo de ver a nuestros clientes
de Marte y no se creían que fuera tu socia. Escucha esto: «Queremos hablar con
(ZZZZZZ). Nos merecemos una reunión con tu jefe. ¿Puedes hacer eso por
nosotros, monada?».
—¿Desde cuándo haces estas grabaciones? —me interesé.
—Desde que me crearon. Disponer de la opción de grabar y reproducir resultaba
muy útil cuando me dedicaba a la actuación.
—Un momento. No habrás pegado a nuestros clientes, ¿verdad? —Sus nudillos
de color rojo me daban muy mala espina.
—Si no pagan no son clientes. ¿Eso es todo lo que te preocupa?
—Marcianos, nena. —Me encogí de hombros—. Quién los entiende.
—Que no me llames “nena”, caray. Y todo es por tu cabezonería de no poner
nuestros nombres a la agencia. Nos daría mucha más visibilidad. ¿Qué clase de
nombre es Técnicos de Investigación Aeroterráquea, por cierto?
—El nombre de una agencia en la que querría trabajar con una Ofelia a mi
lado.
—No hay quien te aguante cuando te pones a hablar en plan novela negra
barata.
Levanté mis elegantes mocasines del escritorio, despegué mi ropa del
asiento y me incorporé con cierto brío. Quería saber más acerca del sobre y su
contenido. Me puse a su espalda para sonsacarle información. Tal vez una
palmadita en su trasero le hiciera bajar la guardia. No en vano, era una
táctica que había funcionado en otras ocasiones.
—Espero que no estés a punto de darme un cachete en el culo. Si es que no
quieres perder tu mano, claro.
Carraspeé. Me estiré hacia el escritorio, alcancé el cigarro que se
consumía en el cenicero y di una larga calada. Sabía a rayos. Tosí. Tosí mucho.
Tosí de tal modo que pensé que echaría un pulmón por la boca. Me doblé por la
mitad y di con la cabeza encima de la mesa. Vi la luz: tenía que aprender a
fumar un día de estos.
—¿Entonces eso no es dinero? —Señalé el envoltorio que sostenía mientras me
arrastraba de nuevo a mi silla.
—¡Ja! Ojalá, pero no. —Se abanicó con él—. De todos modos, no es
importante. Ya lo abrirás a la vuelta y me dices qué te
parece.
—¿Es que tenemos una cita, quizá? La agenda está vacía. —Miré mi tableta
para confirmarlo—. Dame eso, anda.
Me lo entregó. Un perfecto rectángulo de papel. No me hacía falta abrirlo
para saber que no contenía un solo crédito, euro, dólar, o divisa de curso
legal. En efecto, podía esperar. No obstante, me disponía a abrirlo cuando
desapareció su sonrisa pícara (esa que me dice que oculta información y que,
además, le divierte hacerlo) y cambió la mueca de su cara por una mucho más
severa. Más seria que Marco el Día de la Madre. Más seria que un gremlin en un
parque acuático. Más ser…
—Es posible que tengamos un nuevo caso.
—¿Nuevo? ¡Que me aspen! No creo que podamos aceptarlo hasta que resolvamos
el del tipo con el café desparramado. —Me acerqué al perchero y metí el sobre
en un bolsillo interior de mi gabardina de detective.
—No tenemos demasiadas opciones. Nos reclaman en la Alianza de Planetas
Aliados. Más nos valdrá acudir y mostrarnos receptivos.
Demonios. Si la APA recurría a nosotros es que algo olía a podrido en el
continuo espacio-tiempo. Un escalofrío recorrió mi nuca. Ofelia cambió su voz a
la del Joker de Heath Ledger antes de darme un último consejo.
—Ni se te ocurra ponerte esa gabardina cochambrosa con el calor que hace.
Cámbiate de camisa, que nos vamos.