Viajar en el tiempo es fácil... ¡si sabes cómo!
PRÓLOGO
Deja que te aclare algo: es muy difícil vivir el amor en una secta del fin del mundo, pero nadie podrá decir que no lo intenté.
Me enamoré de Araceli al instante. La seguí a todos sitios como un pelele y cedí a todas sus peticiones: cambié de forma de vestir, de amistades… y, cuando me propuso cambiar de religión, pensé que nos haríamos protestantes. No me hubiera importado hacerme judío, la verdad. Ser testigo de Jehová me hubiera sorprendido. Reconozco —eso sí— que no esperaba ser miembro de la Iglesia del Buen Fin (de los Días). No estaba nada mal. A cambio de tus bienes te daban lo necesario para una existencia plena: una sábana que rascaba como vestimenta, comida de rancho y un habitáculo con camastro y lavabo para el descanso y el aseo. Aunque estábamos separados hombres y mujeres, saber que el Amado Líder cohabitaba con ellas me tranquilizaba. Pensarías que con una sábana y un colchón difícilmente cubriríamos nuestras necesidades. Agradezco tu preocupación, pero la vida sería muy distinta cuando los bolnnegiannos viniesen a buscarnos en su nave nodriza. De hecho, no haría falta que la trajeran. Somos quince personas. Podrían recogernos en una nave utilitaria o en un minibús escolar.
El ritual era sencillo: recitar los versos sagrados con los que terminaba el Libro del Amado Líder. Biografía autorizada y pulsar el botón rojo. Se liberaría un gas que nos mataría entre horribles convulsiones. En la mano derecha sostendría la Daga Sagrada, fabricada por el Amado Líder en una de sus estancias en Taiwán (así lo atestiguaba su inscripción). Solo tendría que hundirla en mi pecho. Así moriría el primero y tendría embarque prioritario cuando subiéramos a la nave. Con suerte, iría en el asiento del copiloto. Si crees que me hacía ilusiones y que ese trato estaría reservado a nuestro Amado Líder, no podrías estar más equivocado. En esos momentos no se encontraba en la granja —como el resto—, sino en un piso en el centro de una capital norteamericana, a miles de kilómetros, con mi novia. Ellos no nos acompañarían cuando llegasen a salvarnos, ya que un feligrés del Buen Fin (de los Días) de cada sexo tenía que sacrificarse para que los demás pudiéramos ascender.
Parecería que tenía la situación controlada, ¿verdad? Pues tenía dudas. ¿Y si no se liberaba el gas? No tenía un teléfono para localizar al Amado Líder en el supuesto de que algo saliera mal. Si no salía el gas, ¿me clavaba la daga de todas formas? ¿Y si no venían los bolnnegiannos? ¿Y si esto no valía para nada? ¿Y si había sido engañado? Si ese era el caso, lo mejor sería acabar de una vez. Si no, iría al paraíso bolnnego. Hiciera lo que hiciese, ganaba.
En fin, vamos allá: versos, botón, daga y sacrificio. Versos, botón, daga y sacrificio.
Versos (la métrica, para mi gusto, es algo floja):
Si salvación estoy buscando
Y ascender quiero con dulzura
A Grogg estoy implorando
Que me lleve —oh— con premura.
Daga. Ay, no. Era botó…
ACTO I. LO DEL PRINCIPIO
—¿Estás bien? ¿Me oyes?
Notaba la boca pastosa y con mal sabor, y no estaba seguro de estar oyendo voces. Me había clavado una daga y, desde luego, dolía. Sin embargo, al palparme el pecho no encontraba ninguna herida. Raro. Esperaba estar muerto y otra cosa supondría una ligera decepción —y la idea de no ser capaz de hacer nada bien a la primera—. Es cierto que antes de morirme del todo esperaba un montaje con los mejores momentos de mi existencia. Un cortometraje hubiera valido, pero me conformaba con que la película durase lo mismo que un anuncio de BMW y tuviera música de Ennio Morricone.
—¿Hola? —Otra vez esa voz.
Sin mucho ánimo abrí los ojos y descubrí que estaba en una especie de quirófano, tumbado sobre una cama que parecía sacada de la corte de Luis XVI. No obstante, destacaré lo llamativo que resultaba ver a los pies de la cama a tres alienígenas. Nunca había visto ninguno, pero ¿qué iban a ser, entonces?
—¿Cómo te encuentras, terráqueo?
Si fijaba la mirada, además de tener cierto aire de extraterrestres, parecían dibujados por Moebius. Eran altos, de aspecto fuerte, elegante y con gran parecido entre sí. De piel blancuzca —que contrastaba con el color sangre de la lengua—, con ojos pequeños y, pese a que —a simple vista— no tenían nariz, llevaban unos bigotes a lo Fu Manchú. Vestían unas túnicas de colores chillones y no tenían reparo en colgarse infinidad de broches, cinturones, pulseras y collares, haciendo que cada uno de sus movimientos estuviera acompañado de un soniquete. Tal vez eso fuera el tráiler de la película sobre mi vida. Qué le íbamos a hacer. Como no quería ser maleducado en mis propias ensoñaciones, decidí responder.
—Me encuentro… bien —mentí. Intenté incorporarme de la manera más decorosa que me pude permitir.
—Estamos seguros de que tendrás muchas preguntas. Las responderemos enseguida, claro. Querríamos tranquilizarte con las buenas nuevas. El plan ha salido según lo previsto: os hemos rescatado de la zona acordada y estáis bastante sanos y a salvo. Hemos curado tu herida, pues en lo que parece un exceso de pasión te habías clavado un arma. Y hemos destruido la Tierra. Bienvenido.
—¿Qué? ¿Qué has dicho?
—Que bienvenido.
—No. Lo de antes.
—Que hemos destruido la Tierra. La misión ha salido según lo previsto.
—¿Qué misión? —Mis tres acompañantes rieron y yo hice lo imposible por no gritar.
—La ordenada por la Alianza de Planetas Aliados: rescatar a los especímenes de la raza humana que encontrásemos en este círculo.
El que hablaba se sacó un tubo de cartón de la manga. Literalmente. De la derecha. Desenroscó la tapa y sacó un papel enrollado de casi un metro y medio de largo. Lo desplegaron delante de mí. Era un mapamundi en el que se distinguía un insignificante redondel rojo que señalaba mi ubicación anterior. Cuando consideraron que había pasado el intervalo suficiente para verlo, recogieron el mapa y lo volvieron a guardar.
—Y destruir la Tierra —señaló otro.
—Eso. Y destruir la Tierra. De este modo, los supervivientes tendréis la oportunidad de comenzar de nuevo sin caer en los errores de vuestros antepasados. Todo ha sucedido de acuerdo a la programación.
—¿No habéis venido a recogernos porque somos los feligreses de la Iglesia del Buen Fin (de los Días)? ¿No han tenido nada que ver los versos que he recitado y el sacrificio que he hecho, aunque me haya salido mal?
—No sabemos de qué hablas. —Se hizo un silencio incómodo.
«Vale. Respira. Con suerte, esto será solo una alucinación. Con mucha suerte, estaré muerto. Valoremos la situación. Si hubiera sido abducido por extraterrestres, ¿por qué parecen sacados de un cómic? ¿Por qué hablan mi idioma? Exacto».
—¿Por qué habláis mi idioma? —pregunté, sintiéndome en ese instante el hombre más listo de la nave (y quizá lo fuera, visto el percal).
—Nos encanta la Tierra…
—Nos encantaba la Tierra —apuntó el de los bigotes mejor cuidados.
—Exacto —confirmó mi interlocutor—. Cuando supimos que tendríamos que destruirla en algún momento del espacio-tiempo comenzamos a vigilaros. Vuestra cultura es de las más ricas que hemos arrasado. Enseguida quisimos visitaros y mezclarnos entre vosotros antes de que dejarais de existir. Para infiltrarnos sin levantar demasiadas sospechas aprendimos vuestros idiomas. Todos. Hasta adoptamos nombres propios de tu mundo.
—Como sé que esto es fruto del gas ese que tenía que liberar, voy a preguntarlo: ¿cómo os llamáis?
—Somos Groucho, Chico y Harpo. Los tres bolnnegiannos de bien, fieles a Grogg y a la misión encomendada. Por eso nos dio tanta pena destruiros. Y por eso hemos subido a la nave algunos recuerdos de nuestras visitas.
Observando con algo de interés la estancia se adivinaba, sobre lo que parecía una consola de mandos, un gato chino de color dorado, con una de sus patas arriba y abajo. En una de las paredes, al lado de una ventana gigantesca, estaba colgado lo que parecía El Grito de Munch. Lo era. Y mi cama sí podría haber pertenecido a Luis XVI.
Si eso era una alucinación, tenía demasiados detalles. Opté por hacer la pregunta que me atormentaba desde que me desperté.
—¿Por qué parecéis extraterrestres dibujados por Moebius? —dije mientras me sentaba sobre la cama.
Los tres cruzaron las miradas y esbozaron lo que parecía una sonrisa cómplice. En aquellos segundos dejaron a la vista los minúsculos y repulsivos dientes que poseían. El de mayor estatura, que hasta entonces no se había pronunciado, tomó la palabra.
—No somos unos seres de apariencia amable. Para la mayoría de las culturas somos grotescos, terroríficos y tenemos fallos de diseño. Con el fin de evitar disgustos a ambas partes, decidimos que nos viesen de acuerdo a lo esperado. Tú nos ves como extraterrestres dibujados por Jean Giraud (lo cual, por cierto, es de las cosas más bonitas que nos han dicho nunca), y tus compañeros terráqueos nos ven de otras maneras: seres con la piel verde y ojos saltones o humanoides grises con tres dedos en cada mano…
—Y no te olvides del que piensa que somos tres imitadores de Elvis.
—Cierto. Creo que…
—Alto —interrumpí—. ¿Decís que os veo como a mí me gustaría que fuerais y no cómo sois de verdad? ¿Y que, en caso de no haber leído tebeos, me pareceríais hombrecillos verdes de los que salen en Discovery Channel?
—¡Y luego dirán que ya no quedaba vida inteligente en la Tierra! Así es. Estupendo canal, el Discovery Channel. Algo racista con la representación de visitantes del espacio exterior, tal vez.
Sonrieron otra vez, mirándome como si fuera la cosa que más lástima les diera en el mundo. Posiblemente fuera así.
Todo apuntaba a que nada de eso era un sueño y a que no estaba muerto. De confirmarse, tres alienígenas iban a ser testigos de un ataque de ansiedad. La Tierra había volado por los aires. Iba vestido con una sábana. El Amado Líder y Araceli habían muerto, siguiendo el destino de mi planeta. Y el futuro de la humanidad no era demasiado esperanzador, por cierto. Solo quedaba una niña con trenzas y piernas regordetas que parecía poseída por una mujer de cincuenta y cinco años; un aspirante a youtuber; una pareja de primos que resultaban muy desagradables; una antigua estrella del rock; tres ecologistas a los que la sábana suponía una mejora respecto a su vestuario original; un expresidiario; una concursante de Gran hermano, que no paraba de decir que dentro de la secta se magnificaban los sentimientos; un banquero arrepentido; una concejala en busca y captura y un hípster.
Era muy, muy triste.
—No estés triste, humano. —En ese momento consideré la posibilidad de que pudieran leer el pensamiento—. Aunque no podemos leer el pensamiento y esa no sea una posibilidad que debieras considerar siquiera, queremos que sepas que tendrás un hogar entre nosotros. Juntos viajaremos, colonizaremos mundos, destruiremos civilizaciones, comeremos pizza…
—¿Dónde nos encontramos ahora? —quise saber, mientras me asomaba a la ventana gigante buscando la manera de abrirla para tirarme por ella.
—Navegamos a través del Espacio Subjetivo. Volvemos a Bolnnegia. Con suerte seremos recibidos como héroes o, al menos, como futbolistas. Observa el paisaje y verás que es lo más maravilloso que hayas contemplado nunca.
—Pues a mí me parece de lo más vulgar —dije convencido.
—Seguramente tengas razón.
Con el paso de lo que parecieron días confirmé que, pese a que los bolnnegiannos pertenecían a una raza cuyo fin era cruzar de un lado al otro el universo y reventar mundos, también eran unos apasionados de la Tierra. No solo conocían nuestros idiomas, sino que también eran expertos en nuestras costumbres, pintura y gastronomía. También les fascinaba la manera tan eficiente en que conseguimos estropear el planeta —en un plazo ridículo—, según ellos. Era frecuente que hicieran referencias a series de televisión, que citaran a El Padrino, que bailaran jotas o que se escuchara a Madonna por los altavoces de la nave. Nave que, por cierto, era bastante grande si tenemos en cuenta la gente que la ocupábamos.
Según mis anfitriones, vinieron a rescatarnos en un modelo CubeSquare. Era, a grandes rasgos, un cubo gigante con la disposición de un chalet al que habían añadido algunas mejoras. En el sótano estaba el agujero por el que abducían a la gente, además de la bodega y la suerte de enfermería en la que me habían atendido a mi llegada. Subiendo una planta encontrabas el hangar y el jardín. En la siguiente, las cocinas, los comedores y zonas comunes con pufs, futbolines y consolas. Los dormitorios ocupaban la segunda planta, tanto los de los alienígenas como los nuestros. Suspiré aliviado cuando confirmé que cada uno tenía el suyo. Eran espaciosos, equipados con un baño grande y un hilo musical que jamás paraba y, claro está, éramos tan pocos que no todas las habitaciones estaban ocupadas. Eso facilitaba que no tuviéramos que esperar el ascensor durante demasiado tiempo. Desde el tercer piso se accedía a la sala de control. Era posible ver otras consolas de vigilancia en sitios como el quirófano o el hangar, pero en ese control —que ocupaba toda la planta— se tomaban las decisiones importantes, se regía el destino de la tripulación y yo participaba, con mi voto, de todo ello.
—Está decidido. Por mayoría aplastante se decide que la pizza de hoy no llevará piña. ¿Hay algún asunto más que se quiera tratar?
—Querría preguntar algo, Groucho.
—Soy Chico. ¿De verdad pensabas que tu moción de pizza hawaiana prosperaría en la asamblea? —Los otros dos bolnnegiannos abandonaron la sala, riéndose.
—Me pareció buena idea, pero no era eso de lo que quería hablarte. ¿Desde cuándo viene ese interés por mi planeta? Al fin y al cabo, vuestra misión era destruirnos. ¿Cuándo decidisteis que era buena idea observarnos?
—No solemos destruir mundos sin documentarnos antes. No somos unos bárbaros. Sin embargo, si tuviera que elegir un instante, sería cuando Estados Unidos destruyó la Luna por una rabieta de su presidente sin que Eurasia pudiera hacer nada. Aquel desastre fue lo que hizo que el resto del universo volviéramos la vista hacia vosotros. Después, y estudiándoos con un poco más de detalle, reconozco que tenéis épocas muy interesantes: la Cuarta Guerra Mundial, la colonización de Atlantis, la prohibición de la palabra «flamenquito»…
—¿Qué dices, Grou… Chico? No ha pasado nada de eso.
—Ah, ¿no?
—No.
—¿No os invadieron de la Quinta Dimensión, ni se produjo el alzamiento de los mamuts, ni…?
—No. Y no.
—¿De qué año te hemos recogido?
Y se lo dije.
El color de la piel cambió, y no a mejor. Su expresión era el horror y jamás olvidaré lo que dijo: «Grogg mío. Qué faena».