Todavía sigo sin entender qué acaba de ocurrir.
El jolgorio se ha paralizado a mi alrededor, como si formáramos parte de una fotografía de los cinco festivales que salieron mal, edición Oktoberfest 2020. La banda alemana ha dejado de sonar, los camareros guardan las cervezas y las salchichas en las neveras portátiles y nadie se ha movido de su mesa, encogidos en su asiento están aguantando la respiración para volverse invisibles y no sufrir la ira de mi novia. Incluso parece que el león blanco de los animadores de Las Vegas me está juzgando en silencio. Durante varios minutos, solo se ha escuchado la voz chillona de Alicia que había cogido un avión a Múnich solo para gritarme lo irresponsable e inmaduro que soy: «¡Celebrar tu cumpleaños en Alemania, Juanjo! Con nuestros ahorros, ¿verdad? ¡¿Verdad?!».
Y mientras me gritaba su monólogo remanido, había estado recogiendo todas las jarras de cerveza de nuestra mesa para arrojármelas encima. Sigo con gotas de la malta negra en los labios y me chirrían los dientes al notar su sabor amargo.
Pero lo peor ha sido cuando Alicia ha besado a Fernando en mitad de su discurso («¡Tendría que haberme quedado contigo!») y me ha dicho que se llevaba a Querubín, nuestro gato, a vivir con su padre.
Y se va en un Mercedes de alquiler mientras yo me repongo del susto y encuentro las palabras que decir. La veo subir al coche taconeando sobre la tierra removida, el rugido del motor interrumpe la quietud del campamento, como un estruendo posapocalíptico que agita mis huesos. El sol refulge sobre el azul metálico de la carrocería, una marea de luz que me ciega unos instantes al girar ciento ochenta grados para volver a la carretera. Y después, cuando pienso que ya nada puede salir peor hoy, Alicia baja la ventanilla y lanza un CD de Rammstein al suelo. Es una edición especial del 2000 firmada por el mismísimo Till Lindemann, el premio de un concurso de Rock FM que gané hace veinte años. Alicia atropella varias veces el disco, acelera el coche y sale disparada hacia el horizonte. Me saca un dedo como despedida.
Me agacho para recoger los pedazos de mi disco favorito. Estoy tan empapado que se ha formado un pequeño charco a mis pies, el barro ha empezado a engullir los trozos más pequeños. Debería estar furioso o, como mínimo, algo irritado al ver que mi posesión más preciada se ha reducido a purpurina. Pero no, estoy tan desconcertado que solo siento apatía.
—Pues no, cariño. —La música alegre y el alcohol vuelven a ser el centro de atención de todos los presentes. Y yo continúo hablando en mi defensa aunque a nadie le vaya interesar—. Mis amigos me han comprado un billete de avión como regalo de cumpleaños. Los ahorros siguen intactos en tu cuenta.
Alguien me ofrece otro tanque de cerveza. Me lo bebo sin pensar, deseando conocer alguna palabra en alemán para cagarme en Alicia. Ya me vengaría cuando se me pasara la resaca.
Comentarios
¿11,38px? No me lo puedo creer. Muy buen relato con mucho sentido del humor.
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