En la antigüedad, la superficie de la Luna aparecía blanca para los habitantes de la Tierra, una bola de marfil de contornos difuminados sobre el tapete celeste, añil o negro del billar cósmico. Ahora, en cambio, los cultivos que crecían en su terreno la habían convertido en una de esas canicas que parecían estar hechas del agua de lavar pinceles, con vetas verdes, amarillas y naranjas surcando un fondo gris sucio.

La inspectora Dolores Garcés se alegraba de no tener que ver el satélite en el cielo, sino de trabajar en él. Era un puesto tranquilo, más que nada porque la población era reducida, casi con más robots recolectores que personal investigador. El cambio climático había obligado a buscar nuevos suelos fértiles en los planetas cercanos y la Luna por ser el objeto más cercano era el banco de pruebas para analizar si un nuevo cultivo era viable antes de expandirlo a otros puntos del sistema solar.

Al menos, había sido un puesto tranquilo hasta ese día. Cuando González le informó de que habían encontrado un cadáver en uno de los invernaderos de girasoles, al principio pensó que se trataba de una broma.

Sin hablar, su compañero levantó la mano en la que sostenía un par de dichas flores con los pétalos amarillos salpicados de sangre. Lola se levantó de inmediato para acompañarle al laboratorio. Después de años ocupándose únicamente de robos y delitos menores, un homicidio iba a ser todo un reto.

Los resultados revelaron que la sangre presente en los girasoles correspondía a la propia víctima, Lucía Chaparro, becaria del departamento de Biotecnología Vegetal, que había sido apuñalada con algún objeto afilado que no habían encontrado. Tampoco había ningún otro resto orgánico que les pudiera llevar hasta un potencial asesino.

El responsable del departamento era el profesor Blanco Pérez, una eminencia que llevaba años dedicado a la investigación.

—Estos girasoles están modificados genéticamente para eliminar su heliotropismo —les contó cuando le pidió que le explicara qué trabajos hacían en ese invernadero concreto—. Para que no giren buscando el sol —repitió para asegurarse tras una mínima pausa.

El interrogatorio pasó a la víctima, con las preguntas habituales.

—Entonces Lucía llevaba solo unos meses aquí; ¿cree que había alguien interesado en hacerle daño?

—Tenía un trato cordial con todos, hasta donde yo sé.

—Bien. Necesitaremos examinar su ordenador, profesor.

—Desde luego, inspectora.

Les guio a ella y González hasta el ordenador de Lucía, e introdujo la contraseña después de buscarla en una libreta. En cuanto arrancó, les saludó la imagen de la cabeza de un girasol, en la que se podía apreciar con detalle la disposición de las semillas en forma de espiral áurea. Antes de que pudieran hacer nada, saltó un mensaje que ocupó toda la pantalla:

"Los secretos del universo deben seguir siéndolo".

Los tres se miraron, sin saber qué decir. Lola suspiró. Parecía que el caso iba a ser más sorprendente de lo que habían imaginado.


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