Estaba a punto de verla, casi podía rozarla con la punta de los dedos, extendidos hacia la nada. Intenté llenar de nuevo la copa, pero el liquido ámbar resbaló por mi brazo. Formó un charco irregular. Por un momento, me recordó a aquella mancha carmesí…

—¡No! —bebí directamente de la botella, hasta que no quedó ni una gota. La lancé contra la pared —¡Vuelve!

Mi grito se acalló mezclado con el estallido del cristal. La veía, entre la niebla del alcohol y la inconsciencia.

—Vuelve… —suspiré, antes de cerrar los ojos. 



—¡Inspector Ortiz!

Su voz chillona era inconfundible. Mi colega, el agente Terrán, aporreaba la puerta.

—¿Qué coño quieres?

—Vamos, nos han llamado de la central.

Me incorporé como pude y le abrí la puerta.

—¿Y no puede ir otro, joder?

Me miró con sus ojos de cordero degollado y supe que algo andaba mal.

—Han pedido específicamente que vayamos dos placas de sombra.


Cuando pedí el traslado a la Luna, no esperaba esto. Vine huyendo de mi fantasma, pero ella me acompañó en la travesía. Y se unió a los otros espectros que se cruzaban en mi camino.

Habíamos conquistado el espacio, sí. Pero en la cara oculta del satélite, todo seguía igual que en la cara oculta de nuestro planeta madre, en esas partes del orbe en las que nunca nos atrevíamos a mirar, por miedo a nuestra propia conciencia.

—¿Quién es?

—Quienes son, dirás. Tres hermanos.

—¿Y ella?

Nuestra micronave acababa de aterrizar y a la puerta de un edificio sucio y ruinoso, nos esperaba una mujer vestida de negro. El ramo de girasoles que llevaba en la mano, era el sol que iluminaba aquel lóbrego lugar.

—Su madre —susurró Terrán mientras bajábamos.


La mujer nos acompañó hasta el lugar del crimen. Dentro del minúsculo apartamento: dos policías, tres cuerpos tapados con papel de plata, apenas un par de muebles.

—Los dispararon. A este por la espalda, a los otros dos de frente.

—¿Alguna otra pista? —dije levantando un extremo del papel. Los ojos inexpresivos de una niña de unos seis años, me devolvieron la mirada —. ¿Y el padre?

—Se lo llevaron esta mañana —respondió la madre.

Me volví para mirarla. El pelo lacio le tapaba los ojos, uno de ellos amoratado. Se aferraba a los tres girasoles como si le fuera la vida en ello.

—Sufre el mal de los radiados. Cuando llegó de madrugada y vio a los niños… —ahogó un sollozo —. Se volvió loco. Aun más.

Asentí. Los que vivían en esta zona, tardaban poco en enloquecer.

—Terrán, vámonos. No tenemos nada más que hacer aquí.

—Pero…

—Mueve el culo, joder.

Antes de cerrar la puerta, me fijé en el charco de sangre a los pies de la mujer. Era más joven de lo que había pensado en un principio.

—Gracias—musitó.

Esbocé una media sonrisa. Los placa de sombra, no resolvíamos grandes casos. A algunos asesinos, incluso, preferíamos dejarlos escapar.


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