Mírala. Ahí está, apoyada en una farola, justo al lado de la estatua del oso y el madroño. Es nochevieja, y su fino vestido suelto repleto de brillantes y encaje no la protege del frío.
Suspira mientras se recoloca su cinta, adornada con plumas. Cualquiera podría adivinar lo que pasa por su mente mientras contempla a la gente que comienza a agolparse en la plaza para escuchar las campanadas: ridícula fiesta, ridículo Tomás por haberla convencido y ridícula ella por haberse dejado enredar. Parece agobiada; seguro que acaba de mudarse a Madrid y no está acostumbrada a tanta gente. Nochevieja no es el mejor día para salir si odias las aglomeraciones.
Su novio, o lo que quiera que Tomás sea, ni siquiera ha llegado con sus amigos al punto de encuentro.
Al poco rato, la chica se yergue. Se puede ver en sus ojos que está deseando irse a casa, quitarse los volantes y las plumas y acostarse sin ni siquiera tomar las uvas.
Cuando está ya agarrando su bolso, dispuesta a irse, una voz la retiene.
─ ¡Ana! Por fin. Dios, ¿pero qué te has puesto?
Un grupo de chicos se acerca a ella. El que va primero se aparta los rizos rubios de la cara. Sé lo que está pensando. ¿Ese es su disfraz? ¿Traje, sombrero de copa y bastón? Seguramente se sienta tonta por no haberse puesto otra cosa. Malditos años veinte.
─Toma, anda ─el chico rubio se quita la gabardina y se la pone a Ana por encima, pero mira de reojo a los amigos de su novio, que se agachan sobre bolsas de plástico llenas de botellas de alcohol que seguramente queden allí hasta que otra persona las recoja.
Ni siquiera le han ofrecido una copa.
De repente, se empieza a formar un gran alboroto frente a la Puerta del Sol. Las campanadas están a punto de sonar. Sin embargo, es la primera vez que a Ana no le hace ilusión empezar un año nuevo, y menos aún junto a Tomás.
Sin más, se da la vuelta, a pesar de las voces de su novio, y se va. Al menos, empezará sin alguien que no la quiere.
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