Espera detrás de la valla de seguridad, como las cientos de personas que le siguen y otras tantas que le preceden. Ya les han repartido las doce uvas peladas y sin pepitas de una conocida marca de conservas en una copa de plástico y una bolsa de cotillón para celebrar la entrada del nuevo año. Uno de los agentes le hace abrir el minúsculo bolso bombonera plateado en el que a duras penas caben su teléfono móvil, las llaves de casa y algo dinero en efectivo. No se siente cómoda entre tanta gente y piensa en ha sido buena idea haber elegido esta noche para el primer encuentro.
Empiezan a dolerle los dedos de los pies. No sabe si por el descenso de las temperaturas a estas horas de la noche o a la estrechez de los zapatos de charol que ha comprado en Aliexpress. Parece que medirse el pie no es lo suyo. «Una noche es una noche», dice para sus adentros antes de avanzar unos pasos. La distancia que le separa de la Mariblanca parece no tener fin. El gran reloj de la plaza marca las diez y media, y espera no quedarse fuera del aforo permitido.
Una ráfaga de viento agita su tocado de plumas y se lleva la mano a la cabeza para sujetarlo. Por suerte, se ha echado suficiente laca como para que el peinado aguante hasta la mañana siguiente, si la cosa va bien. Se mueve sobre si misma de un lado a otro para entrar en calor. Si no le dolieran tanto los pies, saltaría o zapatearía.
Liberados de las barreras, la multitud se desperdiga para ocupar todo el espacio. Camina todo lo ligera que puede mientras esquiva a las personas que se le cruzan. Quedarse sin sitio significa mucho más que perder un lugar donde esperar sentada. Una señora le mira mal. Ella sonríe y levanta los hombros en señal de disculpa pero ha llegado antes.
Mira a su alrededor pero no ve a nadie que se parezca a él. Ni por la vestimenta ni por su ligero parecido a Johnny Depp, que espera no ser producto del photoshop. A pesar de los adelantos, solo se han visto en fotografía. Se lleva la mano a la boca para juguetear con sus uñas, nerviosa, pero prefiere no estropear el esmalte rojo que tanto trabajo le ha costado ponerse. Se enfunda las manos en los guantes oscuros y amasa las bolas de su largo collar de doble vuelta.
—¿A quién espera, Lulú? —le preguntan y gira la cabeza, desprevenida ante la señal que esperaba.
Sentado a su lado, un hombre de rasgos duros, bigote estrecho y mandíbula ancha, ladea la cabeza con ligereza para saludarla, al tiempo que sostiene su sombrero negro.
—Al Dr. Schön. ¿Le conoce?
—Está de suerte. —Sonríe.
Interrumpidos por el alegre sonido del carrillón y de los gritos de la gente, se toman las uvas mirándose a los ojos.
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