Los felices años 20 estaban a la vuelta de la esquina. Valentina pensó que a todo el mundo le encantaría verla de esa guisa paseando por la Puerta del Sol, repartiendo amor. Por eso se pasó toda la tarde ajustando bien el traje de charleston a ese cuerpo amorfo. La combinación no era normal, pero quien no arriesga no gana.
La joven escurrió su falda. Los flecos estaban tan empapados que casi se trenzaban sobre sí mismos. La pluma del tocado hacía un buen rato que la perdió. Tenía claro que no iba a recuperar el depósito de la tienda de disfraces por su alquiler. No estaba acostumbrada a llevar esa clase de ropa, pero le pareció una buena idea estrenar modelito la tarde antes de empezar la nueva década.
El olor a alcohol era muy leve, ya que no era otra cosa que champán lo que la cubría. Mientras enfilaba la salida de la plaza en dirección a su casa se preguntaba como era posible que esos jóvenes ebrios colaran una botella de cristal por el dispositivo de seguridad que acordonaba el recinto. No serían más de las diez de la noche, por lo que la Puerta del Sol aún no se había llenado con las miles de personas que desean recibir el 2020 entre luces, risas y uvas.
Desde la estatua del oso y el madroño Valentina echó un último vistazo al reloj. Ojalá tener más dinero y dejar de trabajar hasta en fin de año. Ojalá poder traer a su hija a España. Pero no, ahora solo podía pensar en como secar ya no solo la ropa de look años veinte, sino también su uniforme de trabajo, que chorreaba bajo las lentejuelas. Ah, si no se hubiera acercado tanto a los chicos quizás no le habría salpicado tanto el líquido cuando agitaron y abrieron la botella. Pero tenía que intentar ganar hasta el último euro antes de que la echasen de la plaza. No tenía remordimientos.
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