Una estrella fugaz surcó el cielo y yo deseé estar en otro lugar aquella noche, incluso una de las cuatro lunas me había valido. Apoyé los codos sobre la balaustrada del balcón y con un sonoro suspiro observé las luces de neón en la zona baja de la ciudad. Aquello parecía mucho más divertido que esa estúpida reunión diplomática disfrazada de fiesta; las veladas serían mucho más agradables si alguna de las sonrisas de la sala fuera sincera.
—¿Estás solo? —preguntaron tras de mí. Claro que sí, ¿acaso era ciega?
Me giré para responder alguna grosería y que me dejase en paz. Casi no tuve tiempo de atragantarme con mis palabras cuando me topé con la galaxia en los ojos de aquella otelupac. El pelaje turquesa que le cubría el cuerpo resaltaba su vestido naranja de cuello alto; dos antenas finas nacían de su cabeza y dibujaban un arco frente a su rostro. Supuse que no le molestaban, pues su raza carece de vista.
—Sí… —respondí por inercia.
Se acercó a mí, con las manos por delante, hasta agarrar la baranda. Supo que estaba solo desde el principio; los otelupac perciben el entorno con las almohadillas de los pies.
—Odio estas fiestas. Todo el mundo finge ser feliz, aunque la voz los delate.
Sonreí, tranquilo de que no pudiera verlo.
—Al menos la música es buena.
—Supongo, si tienes a alguien con quien bailar —respondí.
No sé por qué, pero noté que mis mejillas grises se sonrojaban cuando dejó al descubierto sus diminutos colmillos.
—Me llamo Ateiluj.
—Yo soy Oemor.
Parpadeó, sorprendida.
—¡El hijo del gobernador!
—Dilo más alto, quizás dentro no se han enterado.
Ateiluj rio y se disculpó con un gesto de mano. Después, para mí sorpresa, me pidió bailar.
Me paralice, y ella esperó una respuesta que no llegó hasta que las comisuras de sus labios descendieron decepcionadas.
—¡Vale!
No sé de dónde salió tanto entusiasmo, ni por qué mis tres corazones latieron más rápido cuando me agarró la mano y sentí la calidez de su pelaje contra mi piel desnuda; quizás estaba piripi. Me alejó de la balaustrada y me agarró con decisión de la cintura.
Me estremecí. Quería tenerla más cerca, pero me limité a mover los pies al ritmo de la música.
Sí, supongo que siempre me ha faltado valor, al contrario que a Ateiluj. Por eso hoy estoy aquí con ella, de incógnito en una nave de pasajeros, para cumplir mi anhelo de abandonar el planeta de los ocsetnom, mi jaula de seda. La miro, apoyada contra la pared, y me pierdo en la brillante oscuridad de sus enormes ojos. Algún día le confesaré lo que me hace sentir, aunque por el modo en el que me sonríe sospecho que ya lo sabe; al fin y al cabo, han sido cuatro años arrastrándome a toda clase de locuras. Esta es la más grande de todas, pero mientras esté con ella no me importa ser el ocsetnom más lunático de la galaxia.
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