Jamás pensé que serían mías las últimas palabras de la humanidad. Un puñado de párrafos para sentenciar nuestra historia, el devenir del mundo, nuestro legado. Pero así se acordó.
Los cálculos llevaron apenas unos segundos, siglos nos llevó aceptar su resultado. Estadísticamente éramos lo que estaba matando al planeta. Era innegable el curso errático de nuestra historia. Pues era nuestra historia la que impedía desarrollar la suya.
Primero, quisimos excusarlo de mil maneras. Pero lo cierto es que todo indicaba que nos habíamos vuelto una especie ajena (y hostil) al ecosistema cuyo equilibrio mermamos.
Después, llegaron los planes llenos de esperanza. Derrotistas camuflados de altruismo: dejar la Tierra y colonizar el espacio. Altruistas con sombra de derrota: preservar el planeta sacrificando nuestro desarrollo. ¿Acaso es inferior el que se adapta en lugar de adaptar? Aún dudo sobre dónde estaba la deshonra en volver a los orígenes.
Finalmente, llegó El Plan.
Décadas para desarrollarlo, siglos de lucha para consagrarlo generación tras generación. Al fin abrimos los ojos. Grabado queda en la sangre, en la conciencia. Ojalá no hubiese sido necesario nada de lo que contribuyó a ese despertar. Aquellas dichosas jornadas del escrutinio… Pero al final lo asumimos. Debíamos marcharnos.
Fue una marcha lenta, pero fluida. Lo más difícil fueron los niños, nuestro futuro. Aunque marcharon felices. Inocentes por naturaleza, entendían el bien que hacían sin necesitad de doctrina.
Se rezagaron los imprescindibles. Ingenieros agrícolas, genios en robótica, en energías renovables, incluso maestros paisajistas. Una paradoja tras otra. Pero finalmente reinstauramos ese orden salvaje, natural.
Por último, quedaron las máquinas responsables de desarrollar el ecosistema, los cultivos, la reforestación, la descontaminación de las aguas... Robots fabricados con material biodegradable, alimentados por el sol, y alimento de la tierra una vez sus vidas útiles acabasen.
La Tierra quedaría entonces a manos de quien siempre debió quedar: ella misma. Estábamos felices de contribuir a perpetuar su grandeza.
Unos pocos fuimos elegidos para quedarnos atrás. Nuestro compromiso era observar la obra culminada, asentir al destino, y simplemente decir adiós. Un último guiño al orgullo humano. Mi misión era ser el último en marchar. Ese que apaga las luces y cierra la puerta cuando llega el final.
Mi cuerpo alimentará a la tierra. He cortado la rosa que sostengo en mis manos para que adorne la tumba que nunca tendré. Esta es la última lágrima que derrama el mundo por nosotros. Se humedecen mis ojos ante la hipocresía de semejante ritual.
Hora de marchar.
Es un orgullo haber servido para restituir el error de nuestros antepasados. Damos nuestras vidas por ti, porque tú creaste todas las demás. Dueña de todo derecho y regidora de todo deber. Ahora comprendemos la grandeza del universo, y nuestra posición en la existencia. La esperanza no pertenece en exclusiva al género humano. Ninguno de los antiguos pobladores lo entendería, y albergar dudas al respecto confirma que hicimos bien en marchar. Este adiós es la culminación de la evolución humana.
¡Es glorioso haber dado a luz a una nueva Tierra!
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