—Pincel en manos de un artista ciego, ¡oh destino que juegas con los trazos de nuestras desventuras! Pintaste este paraíso acuoso en pos de mi júbilo, para escupirme más tarde a la cara que me trajiste en soledad. Ni estas arenas que acaricia el viento, ni los árboles que se mecen al son que cantan las olas, ni este cielo dorado bañado por el sol que ya descansa sobre las aguas turquesas, ni ningún otro espejismo gentil me harán olvidar mi promesa: volveré a ti, aunque los siglos se interpongan…

Expresando así su última voluntad, se dejó rodar hasta las aguas saladas de la isla perdida en la que había ido a varar. El abrazo helado del mar le envolvió tal como lo hiciera tantos meses atrás; y en su arropar cristalino lamieron las aguas su alma y le hicieron recordar.

El sol brillaba alto, intocable, dominando una costa atestada de algas suicidas y marcada por las huellas de final de verano. La niña jugaba en la orilla con su perro, lanzaba la pelota allá donde sus fuerzas le permitían y veía entre risas a su compañero lanzarse a las aguas, cruzar las olas, para luego regresar con su estimado juguete en las fauces. El perro disfrutaba, la niña reía, la pelota volaba, se sumergía, flotaba y regresaba. El verano era benévolo y los recuerdos se grababan dócilmente en sus corazones. Los padres de la joven, en cambio, ignoraban a niña, perro y pelota. Con las prisas a las que no se puede renunciar el resto del año, la pareja se dedicaba a recoger sus pertenencias y cargarlas en el coche para dar por finalizada la gloriosa jornada. Pero no hay premura que no tenga sus costes. Así pues, ocurrió la tragedia. Entre gritos e impotencia las olas se la llevaron. Unos marchan, otros quedan atrás.

El agua se llevó la alegría, robada del alcance de su eterno compañero. Sumergiéndose rozó fondos atribulados por las olas rompedoras, perdiéndose rápidamente de la vista de la costa, arrastrada por mareas que llegaban hasta lo ignoto. El extenso cuerpo azul le sumió en el silencio. El sol rasgó su piel, la humedad penetró en su ser para no marchar; tormentas de un océano perdido azotaron sus muchos rostros, animales curiosos tantearon su cuerpo extraño a la deriva. Mil mares fueron testigos de la escena ignorada. Días y noches se continuaron sin fin, hasta dar con su cuerpo en la arena de la isla perdida. Las aguas le liberaron con un vaivén dubitativo, agarrando y soltando, acariciándole, despidiéndose.

Demasiado tiempo había pasado desde entonces, nadie vendría a buscarle, y por ello había decidido iniciar el periplo de vuelta:

—¡Volveré, Currete, fiel amigo! Pudo un destino vil desterrarme de tu vera, pero no podrá contener mi ímpetu. Dicen que los perros extraviados siempre vuelven a casa, pues bien, ¡no seré yo la pelota que no vuelva a las fauces que son su hogar! ¡Allá voy viejo amigo, te prometo jugar una vez más!

Comentarios
  • 0 comentarios

Tienes que estar registrado para poder comentar