Aroa se revuelve en sueños. Gemidos y gruñidos apuntan a una pesadilla.

Nos alejamos para ver mejor la estampa. Cuatro hojas de palma en una improvisada puerta  tratan de ocultar la entrada a lo que parece una cueva, el mismo material sobre un lecho de juncos forma un jergón. Nada más invitaría a pensar en una presencia humana en aquel paraje.

Si nos atrevemos a deducir el contenido de las pesadillas de Aroa, tal vez intuyamos que su angustia tiene que ver con esa situación precaria. Quizá atribuyamos su inquietud al deseo de llevar una vida cómoda, civilizada. Y, como cada vez que deducimos una historia tras una mirada a la vida de alguien, nos equivocaríamos.

Veamos en qué consiste su rutina mañanera.
Después de tomarse su tiempo para desperezarse, baja al río a por agua fresca. Tras unas jugosas piezas de fruta recién recogidas, se da un baño en el lago en el que desemboca el río. Sube de nuevo a la cueva y recuerda lo nerviosa que estaba hace un mes. Había planeado meticulosamente aquella conversación con Ernesto, no podía permitirse ningún error.

Había hilado un plan perfecto para huir y cerciorarse del silencio de su cómplice. Con el dinero que le prometía el pago del seguro, Ernesto tendría su vida asegurada y Aroa compraría un favor que le costaría bien poco. Se habían conocido en una de las actividades que le daban a Aroa el chute de adrenalina que necesitaba: salto en paracaídas. Él era el instructor y piloto de la avioneta que la llevaba al cielo y le permitía unos minutos de caída libre que la hacían sentir más viva que nunca.

Fue directa al grano. Para Ernesto, acostumbrado a tratar con ejecutivos adictos al trabajo y otras sustancias, el que ella tuviese el impulso de dar un volantazo y cambiar su vida le resultaba casi anodino. Cuando se dio cuenta de que quería involucrarlo se puso alerta. La promesa del dinero suficiente para no tener que volver a tratar con gente como ella fue suficiente para calmarlo y despertar su interés. Analizó los riesgos y decidió que ser cómplice de una estafa, tomar prestada la avioneta de la empresa un par de días y fingir haber sido testigo de un accidente mortal, era un precio más que asumible por el premio que se llevaría.

Por supuesto Aroa llevaba mucho tiempo urdiendo aquel plan y había sido meticulosa. ¿Alguna vez te has planteado en serio qué te llevarías a una isla desierta? Aroa sí. Y tenía la pasta suficiente para ponerlo en práctica.

Llega a la cueva y el resto del día pasa con el número exacto de emociones fuertes que necesitaba: ninguna.

Como cada noche, Aroa se revuelve en sueños. Lucha con la decisión que tomó: Asegurarse de que nadie la encontraría. La certeza de tener un buen colchón esperando por si decidía volver.

Aquella avioneta no podía regresar a su mundo, Ernesto fue un daño colateral que pudo permitirse.

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