—Preguntaba Blas que si es posible detectar en los ojos de una mujer un brillo de enamoramiento —dijo Nico—. ¿Qué crees?

Antón se despidió con la mano y se giró sin contestar aquella frivolidad.

—¡Oye! —gritó Nico— A la tarde iremos a la casa de las rusitas. Han organizado una fiesta y nos han invitad.

—¡Vale! —hizo un gesto afirmativo—. Iré —dijo saliendo del bar.

Estaba llegando al puente sobre Riabóvich cuando desde el camino vio una mujer joven parada en la mitad.

—¿Todo bien? —Vio que la joven se giraba para mirarle.

—Sí. Todo bien —respondió ella. Y cuando parecía que la conversación había terminado añadió—: ¿Sabes si la ciudad sumergida de Riabóvich está a mucha profundidad?

—Sí. Está a cincuenta metros de profundidad. Pero justo esta zona sobre la que está el puente es la parte alta y habrá dos metros escasos de profundidad.

—Gracias —cambió la mirada.

—Además —añadió Antón—, bajo este puente, hay otro más antiguo sumergido, más ancho y casi con idéntico recorrido. Era por el que se accedía a la iglesia. Tiene el mismo trazado hasta aquella marca amarilla pintada en el suelo —señaló—. A partir de ahí los puentes llevan distinto recorrido.

La chica esbozó una sonrisa nerviosa.

Antón continuó andando y arrepintiéndose de no haber sabido mantener la conversación. A su cabeza solo acudían la imagen de la chica y las preguntas estúpidas de Nico sobre el brillo del amor en los ojos femeninos. Pero ¿y si no fuera una estupidez?

Media hora después de abandonar el puente ya quería volver.

¿Qué querría decir aquella mirada triste, vidriosa y tan cautivadora? Quizás ella sintió algo. ¿Sería simpatía, afinidad…? Tal vez podría invitarla a la fiesta de las rusitas. Aquellas ideas no dejaban de golpearle una y otra vez. ¿Seguiría ella pensando en su conversación? Quizás podrían quedar y ella le contaría su historia y él podría contarle cómo se sumergió Riabóvich.

Y, de pronto, se vio a sí mismo girando y encaminándose de nuevo hacia el puente.

Aceleró el paso.

Una ambulancia y un coche de la policía local estaban apostados al comienzo del puente.

Un enfermero le explicó que una chica se había lanzado al río.

—Un vecino vio cómo lo hacía —dijo—. Saltó más allá de la marca amarilla del suelo, pero cayó encima del campanario, así que salió a flote enseguida.

—¡Qué estúpido soy! —gritaba Antón con la mirada perdida—. ¡Qué poco inteligente es todo esto!

Y el mundo entero, la vida toda, le parecieron a Antón una broma incomprensible y sin objeto. Su vida le pareció extraordinariamente aburrida, mísera y gris.

Por un instante el gozo estalló en el pecho de Antón, pero él se apresuró a apagar aquella llama, se fue a su casa y se acostó y, para contrariar a su destino, como si deseara vejarle, aquella tarde no fue a la casa de las rusitas.


Comentarios
  • 1 comentario
  • Jon Artaza @Jon_Artaza hace 2 años

    @godelet Me gusta la ambientación, tiene algo de realismo mágico, muy cautivadora esa historia que no se cuenta de cómo la ciudad se sumergió. No puedo entender el 4.


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