–Vive lo suficiente y un día serás testigo de cómo los humanos han encontrado la forma de bajar hasta aquí –dijo apesadumbrado.

–Que bajen –retó el joven tritón–. Si no acaba con ellos la presión del mar, lo haré yo con mis propias manos.
–Dicen que hay un hombre que ha jurado dar con nuestro refugio, acabar con nosotros; y que el mar no le detendrá –añadió no sin cierto dolor.
–Así lo juró también Calígula –rio el tritón soltando una bocanada de burbujas que se perdieron en los restos de la cúpula dorada, enmarañada de algas y nostalgia.
–Quizá nuestro tiempo entre los hombres ha acabado –se reincorporó en su trono de coral–. Tiempo atrás hubiese sido distinto, pero el mundo ha cambiado, y ya no queda lugar para mí. Soy cuanto queda. Y ya nada importa. Quizá es hora de dejarles a su propio cuidado.
–Deberíamos ser nosotros los que tomasen cuidado de ellos –agarró su tridente con rabia y lo lanzó a través de los muros derruidos, perdiéndose en las ruinas de la ciudad abandonada–. No debemos ceder ante los mortales. ¡Es nuestro mundo!
Era vuestro mundo –respondió una voz.
Algo descendió desde las alturas. Una forma robusta, terriblemente pesada, se posó en las arenas del palacio submarino, levantando torbellinos turbios que anunciaban la fatalidad. El recién llegado portaba una extraña e inmensa coraza; siniestros artilugios vibraban a su espalda y conmocionaban la paz del agua –el artefacto parecía respirar–. Su morador se incorporó tras el largo descenso. Se irguió con postura firme, tensa como un rayo. De su ser emanaba una vileza innatural, ancestral: humana. La coraza lucía las marcas de quien se ha abierto paso a cuenta de vidas ajenas, un mural de sangre y jirones escamosos relataban su travesía hasta aquella sala. A través del yelmo, formado por una suerte de vidrio templado y oscuro, se podía ver su mirada intensa –ojos de depredador–, pero con los dejes de vacío del que nace esclavo, se cría niño soldado y muere verdugo. En su rostro, distorsionado por los juegos de luces de las aguas, narraba su vida un reguero de cicatrices dejadas por aquellos que quisieron pararle. Del cuello a la oreja ascendía la que dejó el que más lamentó intentarlo. De su zurda colgaba un arpón ensangrentado que brillaba con los colores de las artes vetadas a los mortales. El hombre lo sujetaba con la gracia del artesano: paciente, meticuloso, frenéticamente pasional. Saboreó el silencio, y entonces dijo con la voz clara del que nunca ha de molestarse en alzarla: “¿Cuál de vosotros es Neptuno?”.
Se volvieron líquidas las entrañas del último superviviente del panteón. Antes de que el dios reaccionara, quedó claro que el extraño ya sabía quién respondía a ese nombre. Y antes de que le sonriera, Neptuno ya sabía quién daría final a sus días. El último dios ya se había dado por muerto, y el reinado de los hombres ya se daba por comenzado.


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