El taller de corazones es, sin duda, mi lugar favorito. El olor a desinfectante me envuelve con una fragancia que me hace sentir invencible, a salvo, en casa. El silencio también fluye, denso, en el ambiente, solo roto por el anuncio de un nuevo corazón y su acompasada percusión.
Dicen que las personas tenemos dos tipos de corazón: el que se puede robar y el que se puede pudrir. El relojero y yo nos encargamos del primero. Cada adolescente que entra en la edad adulta es obligado a pasar por mis manos por mandato real. Todos dicen que el taller es un lugar horrible, que nadie puede aguantar mucho tiempo dentro sin volverse loco. Todo el personal menos yo es relevado cada pocas horas. «Qué suerte tienes», me dicen, «suerte de ser ciega y no poder presenciar este horror rojo». Porque así es como lo definen todos, sin excepción. Una habitación sin ventanas pintada desde el suelo hasta el techo de un rojo intenso. «Para que no destaquen las manchas de sangre». Suelen decir. Pero yo no les hago caso, achaco su repulsa a la pérdida que sufren cuando pasan por el taller. Mientras, imagino cómo debe ser ese rojo. Un rojo vivo, porque eso es lo que trae consigo, la vida para todos.
Mi trabajo consiste en encontrar la melodía adecuada que permita a ese corazón sustentar nuestro feudo, porque aquí, los corazones no dan vida a las personas, la dan al reino entero. Son nuestra fuente de energía, lo que mantiene nuestra sociedad. El corazón que se roba para formar parte de algo más grande. Yo soy esa ladrona, la que, tras deslizar las manos por su superficie con el mimo que merece la vida que sustenta, busco imperfecciones, anomalías y, sobre todo, busco esa sincronización perfecta que se ajuste al resto de corazones hermanos.
Para la familia es un honor que yo elija el corazón de su vástago. Después, el relojero sustituye el órgano por una pila que, por supuesto, no ofrecerá tan buen resultado, pero permitirá al paciente continuar con su vida de vasallo.
Es a partir de ese momento en el que deben vigilar que su otro corazón no se pudra, que no se marchite su entusiasmo por la vida, aunque debo admitir que muchos no lo consiguen y acaban pereciendo de tristeza y desolación.
Por eso yo trato por todos los medios que a mí no me ocurra y para ello tengo un truco. Un truco sencillo a la par que peligroso, y es que, para mantener alegre a mi otro corazón, miento de vez en cuando. Una mentira piadosa. Tras cada veintena o treintena de pacientes, selecciono un corazón sano e indico que no lo está, por lo que la persona puede conservarlo. Sé que no debería hacerlo, que me juego la vida en ello, pero el destino ya me arrebató la vista y un rey el corazón, así que no permitiré que nada ni nadie me arrebate el otro.
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