Su tañer lúgubre me desconcertó en la brillante confusión de otra realidad. Al atardecer había entrado solo y decidido a la cueva del templo en ruinas que descubrí días atrás. Por casualidad, entre los escombros de una cripta hallé el acceso a unas escaleras que bajaban en un descenso eterno por subterráneos de pestilencia insufrible, donde el calor se tornaba más y más sofocante. En un descuido resbalé y caí dentro de una red viscosa, donde quedé atrapado.
No me lo podía creer, como catedrático de literatura especulativa, había participado en miles de coloquios, ahondando sin escrúpulos en el misterioso tema de una posible sociedad subterránea. Si hubiera valorado mejor que H.P. Lovecraft lo había explicado tan diáfano en sus relatos de terror cósmico, hubiera entendido que lo aprendido me había sido inútil. En mi afán por desentrañar misterios que otros juzgan como ensoñaciones, mis indagaciones me llevaron a enfrentarme con mis conocimientos, aquellos que intentaban descifrar la verdad de todo lo que había leído hasta este último atardecer. Y sin olvidar lo que había publicado yo mismo. No sirvió para nada especular.
Se estimularon mis sentidos al oírse pasos arrastrados que venían precedidos de un hedor insufrible. Ignoraba el tiempo transcurrido, pero llevaba horas cautivo, dormitando colgado en una oscuridad a la que empezaba a acostumbrarme. La euforia del descubrimiento paso a la sinrazón de creer que no saldría de esta. Asumí la muerte como un final cercano, pero aún quería imaginar que, si continuaba en alguna realidad, esa ya no sería humana. No quieran saber de qué les hablo, mi destino está más allá de su comprensión. Si les dijera que hasta hace poco dudaba que eso fuera posible, aún tendría una excusa, que en este lapso me pareció banal.
Llegó, tras las pisadas y el hedor, una escabrosa ensoñación irreal, el rostro de la muerte, sin duda. De frente tenía la sinrazón de un ser innombrable, indescriptible. Esa presencia me hizo perder la consciencia unos segundos y al recuperarme seguía ahí. Con mi entereza tambaleándose, todavía pude dirigirle unas últimas palabras cabales a esa entelequia, pidiéndole que borrara de mi mente toda esa realidad indecorosa, pero la quimera del averno solo sonrió. Si así pudiera considerar el sonido aciago que emanaba esa aberración. Comprendí en mi sinrazón que emitió algún asentimiento. Me concedió el deseo a cambio de algo peor; ser parte de su mefítica realidad. Lo sentí acercarse pesadamente, entre la penumbra pútrida. Se proyectaba sobre mí a paso lento, y luego… no hay palabras que describan el horror que me llevó a no sentir nada, dejando de respirar entre convulsos estertores. El anhelo de la muerte no bastó. Enloquecido, ansié una señal para saber cuándo cedería ese agobio putrefacto. Vanos instintos humanos para seguir vivo. Fui consciente que mi mente se desvanecía en el poco juicio cabal que algún día albergó.
Fue dificultoso abandonar vuestra simple realidad. Desconocía mi destino, pero finalmente expiré, y entonces las campanas empezaron a sonar.
Comentarios
Casi se podría decir que un discípulo afincado en Providence transcribió alguno de los abyectos versículos del Vermis Mysteriis.
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