Yo no quería. Fueron mis hermanas las que me convencieron de ir a casa de tía Tabitha, aprovechando que estaba de viaje, y jugar a la ouija. Era una mansión antigua y su tejado gris parecía arañar el cielo en aquella noche sin luna. Estaba rodeada por una verja de hierro negro cuya cancela chirrió al traspasarla.

Nos instalamos en la cocina. Encendimos el fuego del caldero para calentarnos con él. Suzanne puso en el suelo el tablero mediúmnico y un cesto con fruta fresca, miel y otras golosinas que había traído. Beatrice sacó con aire pícaro una botella que había hurtado de la despensa.

Los espíritus estaban locuaces aquella noche. Respondieron todas nuestras preguntas y todo iba bien hasta que deletrearon el siguiente mensaje: MORIREIS ANTES DE MAÑANA.

Nos miramos con miedo. No sabíamos qué hacer.

—¿Y si nos marchamos? —dije.

—Solo falta una hora —observó Bea.

—Pues nos quedamos —remató Suzanne—. A saber lo que nos espera fuera.

Bea y yo tomamos algunos tentempiés de la cesta. Ella escogió una manzana roja como sabía que haría, pues eran sus favoritas. Suzanne no quiso comer nada, se le había quitado el hambre de repente. La luz del fuego proyectaba sombras largas y picudas que se extendían a nuestro alrededor, como monstruos reptantes. Dejamos pasar los minutos en silencio, envueltos en escalofríos. Respingando ante cualquier crujido inesperado.

Y entonces Beatrice comenzó a boquear y llevarse las manos a la garganta. La fruta mordisqueada rodó unos metros al caer de su mano. Un minuto después, estaba muerta, pálida sobre el suelo de la cocina de tía Tabitha.

Miré la cesta, comprendiendo. Luego miré a Suzanne, cuyo rostro había trocado del miedo fingido a la satisfacción del jugador que acaba de hacer su último movimiento, el que decide la partida.

—Están envenenadas —No era una pregunta.

—Claro que lo están —respondió Suzanne con petulancia.

Eché a correr por la casa, buscando la salida. Aquella mansión era un laberinto de habitaciones con los muebles cubiertos por sábanas, como una reunión de fantasmas. Casi en la salida, al llegar al salón, vi con horror el pentagrama dibujado con tiza sobre los tablones de madera.

Cinco líneas de norte a sur, de este a oeste. Y cinco velones rojos en cada una de sus puntas que parecían llevar horas consumiéndose, esperando este momento. No era un pentagrama de protección: estaba invertido, con las dos puntas superiores simbolizando los cuernos del macho cabrío. Era para invocar al Diablo.

—Sangre de mi sangre para llamar al maligno… —recitó Suzanne, empuñando el cuchillo ceremonial con el que iba a asesinarme.

—¿Por qué haces esto?

—Porque yo soy su sierva y él me dará el poder.

—¿Y por qué has matado primero a Bea?

—Porque el sabor del miedo en tu sangre lo complacerá. Es mi regalo.

—No, querida —dijo tía Tabitha entrando en el salón—. Tú solo eras el cebo. Él prefiere el sabor de la traición.

Entonces las campanas empezaron a sonar.











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