Es tu gran gesta de cada año; pero este año lo necesitas más que nunca.

 Recuerdas cuando reías frente al televisor viendo esas comedias americanas que llenaban las tardes de Navidad. Schwarzenegger pasando por una odisea para conseguir un juguete, Ross Geller disfrazado de armadillo y Macaulay Culkin solo en casa —una vez más—. La vida era sencilla entonces; pero aquellas tardes de sofá y manta, con tu taza humeante en la mano, pasaron a ser vestigios de lo que era tu vida antes de que todo se fuera a la mierda.

 Miras a las personas felices que pasean bajo los neones de Picadilly Circus, los miles de turistas atraídos por las luces como pollillas, cargando sus bolsas repletas de regalos perfectos. Ves el brillo alegre en sus ojos henchidos, danzando sobre sonrisas en rostros sonrosados, mientras el vaho de sus risas se pierde en la noche como lo perdiste todo: sin que a nadie le importara.

 Con manos heladas compruebas que en tus bolsillos prestados aún está cuanto has conseguido, ha sido un día largo, muy largo. Pero aún no has encontrado ese tótem de humanidad con el que celebrar las fiestas; ese gesto que te diga que aún existe para ti la Navidad, que tú también existes para ella, que aún tienes cabida en ese carrusel desenfrenado que es la sociedad.

 Caminas entre la marea de gente como un rompehielos, ganando via libre sin proponértelo hacia el final de la tarde helada. No has tenido suerte. Ni los mejores despojos de Harrods te han dado aquello que buscas, ni los mejores rincones del Soho han tenido hoy secretos ocultos, ni los humantes callejones de Chinatown han mostrado su cara más humana estos días. Y el tiempo se acaba. El tiempo se acaba y ella merece algo a la altura de su amor. Ella merece todo cuanto merecen los puros de corazón. Merece más de lo que tienes, y menos de lo que has prometido darle.

 Arrastrando los pies dentro de tus botas cavernosas, regresas cruzando la misma plaza donde empezó tu jornada esta misma mañana. A pesar de conocer el resultado, lo volviste a intentar. Estuviste hilvanando tu particular percusión con el tambor de hojalata peor improvisado del mundo, mientras un gorro de Santa Claus huérfano —sucio como la mirada de los que te evitaban—, bailaba al son de tus manos temblorosas. Apenas unos peniques te lanzaron, más por pena que por compasión. Pero cuando te giraste para buscar con qué calentar tus manos, un grupo de adolescentes, con aire de pandilleros de película, entre risas, se llevaron tu sufrido jornal. Esos cincuenta peniques, quizá una libra o dos —no más—, que siendo chiste bravucón para ellos, eran comida caliente para ti, y la sombra de la promesa de un regalo para ella.

 Ahora que la horas han corrido —como corrió aquel que en mitad del día se llevó el viejo edredón acartonado con el que pasabas la noche—, te encuentras con que es hora de regresar con las manos vacías, sin nada que diga que por un día más todo irá bien.

 Tus párpados sujetan con rabia tus lágrimas, casi de cristal a causa del frío, que amenazan con destrozar tu fingida entereza —dignidad ante todo—, y caminas erguido de vuelta a tu refugio. La noche promete ser larga y helada, y el invierno nunca falla a sus promesas. 

 Las calles comienzan a quedarse vacías. Las familias se recogen en torno a platos humeantes y canciones llenas de cascabeles, mientras tú único calor provendrá del frotar de manos callosas y el tintineo de tus melodías será el castañear de tus pocos dientes. Pensabas que esta vez sería distinto —idiota—, que podrías engañarte volviendo por un segundo a ser parte de ellos. Uno más. Rimar sus sonrisas con las vuestras, sea frente a la chimenea o frente la fogata. Pero el mundo no se para ante los que no son nadie, nadie mira dos veces a los exiliados a casas de cartón. Las luces engalanan las calles y la música baila frente a mercados de aromas sugerentes —tortura de estómagos rugientes—. La marea humana barre el centro de la ciudad con sus danzas ociosas, el júbilo inunda los pechos alegres, el espíritu festivo llena el mundo de esperanza; pero no para ti. Nadie queda fuera para dar las buenas noches a los que quedan cuando se apagan las farolas.

 El invierno puede ser un enemigo feroz, la sociedad puede ser cruel y ciega, pero la noche de los olvidados es una bestia horrible.

 Caminas al son de las persianas de los últimos comercios en cerrar. El tráfico se apaga y la noche se resguarda en el interior de las moradas. La felicidad es ya cosa privada. Arrastras los pies cansados hasta esa tienducha que no cierra de madrugada, donde hay una máquina de café arcaica. Es un lujo inconcebible lo que estás a punto de hacer, ¿pero acaso no lo son los mejores regalos? A cambio de unas monedas que llevaban varios días escondidas en tu calcetín, pulsas el único botón que te puedes permitir. Sujetas con veneración entre tus manos un vaso de cartón que poco a poco se va llenando de leche hirviendo. No te dignas a probarla, aunque su mero olor te fustiga más que tienta.

 Has fallado, no lo has conseguido, no vuelves con el regalo perfecto, y muy lejos de ser siquiera bueno eso que sujetas, tampoco puedes arrepentirte de cuanto has prometido.

 Te adentras en los túneles bajo la estación de Waterloo, entre diminutas hogueras, toses que suenan a despedida, y mantas que envuelven a una sociedad anónima, das con el rincón donde se levanta tu castillo de cartón. La anciana que te ha hecho la guardia se mueve renqueante hasta su lecho. Le debes otro cigarrillo.

 Te arrastras con extremo cuidado entre tus mantas apelmazadas y buscas con ansias entre tus cosas. Pero no está. Con manos crispadas arrugas el vaso de cartón, y con un lamento por todo el día contenido te asustas al ver cómo parte de la leche se derrama. Se ha enfriado en los escasos metros que has recorrido hasta la estación, pero aún así resulta ardiente en tus dedos congelados.

 —¿Dónde estás?— preguntas a la oscuridad del tunel—. Por favor, dime que sigues aquí...

 De entre los cartones arrugados surge un gemido, y de entre la lana vieja de un jersey roído surge una bolita de pelo caliente que se despereza y comienza a lamerte los dedos mojados. Con sonrisa acuosa le ofreces su vaso de leche, todo cuando has podido conseguirle en tu infructuoso peregrinaje. Pero moviendo su colita alegre deja la leche a un lado para hundirse llena de gozo en tu regazo. Te mira fijamente, mientras hociquea tus manos contenta por tu regreso. No queda sino quererla, y sentir a través del frío cortante cómo ella te quiere a ti. 

 No has podido dar con nada con que obsequiarle, nada con lo que poner el cúlmen a la noche más mágica del año, en compañía de los tuyos entre los jirones de tu refugio lleno de candor. Sin embargo, no te lo reprocha, aunque su regalo perfecto se haya hecho esperar. Y es que pasar la Navidad sola no estaba dentro de sus planes, pues el verte llegar a casa cada día con una sonrisa —esa sonrisa tuya—, es la sorpresa anunciada por la que siempre te esperará. Y esa es toda perfección cuanto por siempre querrá.

 —Feliz Navidad Bella. Feliz Navidad.

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