La miras y sonríes. Siempre has creído en el amor a primera vista, pero ese dolor de cabeza perenne te recuerda que debes ser cauto.

Dudas si acercarte a ella o no. Sabes que no deberías, que lo mejor es continuar caminando hacia casa y darte una ducha. Agua fría que te perfore la piel como esquirlas de cristal, tan finas y punzantes que no puedas verlas, solo sentirlas. Tal vez así el dolor de cabeza remita.

No lo haces, claro que no, no lo haces porque decides escuchar a la voz equivocada. Te acercas unos pasos en su dirección y de pronto el miedo te detiene. No puedes presentarte así, lo sabes. Miras alrededor, buscando algo que ni siquiera sabes qué es y tu mirada vuelve, inevitable, a posarse en ella. Buscas una pista con ansia. Notas las palpitaciones en el pecho y te preguntas qué o quién las provoca.

Ahí está, ya lo tienes. Tan básico, tan sencillo. Vuelves a mirar en derredor y encuentras el nuevo objetivo. Te diriges al bazar del otro lado de la calle a una velocidad que esperas no delate tus pensamientos. Al entrar en el establecimiento, el olor te hace arrugar la nariz. Paseas por los estrechos pasillos volviendo la cabeza a uno y otro lado, para no dejar sin analizar ni uno solo de los objetos de los estantes.

Lo encuentras justo cuando te planteas si debieras arriesgarte a preguntar al encargado. Ahí está, el regalo perfecto. Te abalanzas sobre él con miedo de que puedan quitártelo, pese a encontrarte solo en el local, y corres hacia el mostrador dónde le lanzas las monedas al dependiente. El tiempo que tarda en darte las vueltas se vuelve eterno hasta que por fin acaba. Rezas para que no recuerde tu cara y te marchas.

Llegas al punto de partida, ahora con el regalo en una mano, y vuelves a mirarla. Suspiras aliviado al comprobar que continua en el mismo lugar. La ves apartarse el pelo en un gesto que, sin entender por qué, te gusta demasiado.

Aprietas puños y dientes solo un segundo antes de que el dolor te invada. Un dolor que supera con creces tus expectativas. La otra voz te advierte con tono educado, pero firme, que te alejes. Aprietas un poco más los dientes y das el primer paso en dirección a ella. El primero es el que más duele.

—Hola —consigues decir entre dientes.

—Hola.

—¿Te lo estás pasando bien?

—Sí.

Ves cómo responde mirando al suelo con las manos agarradas a la espalda mientras balancea el cuerpo y un escalofrío te recorre la espalda. También aumenta tu dolor de cabeza y esa voz amargada que te invita a marcharte. La obvias, por supuesto.

—¿A qué juegas?

—Al tobobán.

Sabías que esa sería su respuesta antes incluso de terminar la pregunta. Las demás te dijeron lo mismo.

—A mí me gusta un sitio que hay allí detrás —dices mientras señalas un grupo de árboles alejados—. ¿Sabes por qué? Porque hay un montón de estos y puedes coger los que quieras.

Le enseñas el unicornio y se produce la magia. Notas como lo mira con asombro y deseo, el mismo deseo que sientes correr por tus venas.

—¿Quieres que te enseñe dónde está ese sitio?

—Sí.

Mueves el peluche como si este tuviese vida propia y ves que ella no aparta la vista. Sonríes por haber acertado con el regalo y lanzas una mirada fugaz, agradecido, a los deportivos de la niña que te dieron la idea.

—Ven, que yo te llevo —dices con dulzura, intentando ocultar la urgencia de tu propuesta mientras le ofreces una mano sudada que acepta—, pero es un secreto. No se lo puedes decir a nadie.

—Vale.

Le agarras la mano con firmeza y tiras con suavidad de ella para que comience a andar. Con disimulo, miras a ambos lados para cerciorarte de que nadie en el parque haya advertido tu intención de llevarte a la niña. Miras más allá de los columpios, a varios bancos donde un nutrido grupo de madres y padres hablan distraídos y esperas que sigan así solo unos minutos más. Tras los primeros pasos comienzas a acariciarle el dorso de la mano con el pulgar, recreándote en la suavidad de su piel. La niña está pendiente de su unicornio y ni siquiera te presta atención mientras camina. Puedes dejarlo aquí, puedes parar, aun no has hecho nada grave, pero no escuchas, sigues sin escuchar a esa nueva voz y la respuesta no se hace esperar.

El dolor te arrasa. Te postra al lado de la niña y comprendes que lo que te advirtieron es cierto. Te vuelven las imágenes del juzgado, del quirófano y del comienzo de la voz. Esa tan distinta a la que has tenido siempre en la cabeza y que te pide que pasees siempre por los parques, por los colegios… La nueva voz es tan diferente, una voz metálica que te espía, que sabe lo que sientes y te castiga por ello antes incluso de ejecutar tus pensamientos. Diriges tu mano de forma automática a la parte superior de la nuca, donde está incrustado el implante que te acompaña, donde reside esa segunda voz que intentas evitar.

El dolor aumenta tanto que tardas en ser consciente de que estás gritando. Te llevas las manos a los oídos y los notas pegajosos y calientes. Ves a la niña gritar, ya que no puedes oírla por encima de tus gritos. Sabes que todo está perdido e intentas en un último esfuerzo alcanzarla. Ella se aleja y solo consigues rozar el unicornio de sus deportivos dejándole un rastro de tu propia sangre.

Notas como un grupo de gente cada vez más numeroso te rodea, te señalan, algunos incluso se habrán percatado ya de tu implante, pero no te importa, solo te importa ese estallido de dolor que te ciega, que te destruye. Ese dolor que te obliga a recordar a qué voz debes escuchar, para que olvides la otra voz que siempre estuvo ahí contigo, para que no vuelvas a manchar otro unicornio de sangre.

Comentarios
  • 1 comentario
  • Jon Artaza @Jon_Artaza hace 1 año

    Un relato sobre un pederasta psicótico. Estremecedoramente poco habitual. ¡Casi la máxima puntuación! Felicidades.


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