Él resopló. Ella contuvo el aliento. Le había visto llegar y sentarse en frente. Miraba distraído su reloj y ella jugueteaba con un mechón de pelo, intentando mostrar indiferencia. Era la primera vez que le veía en la reunión de alcohólicos anónimos y eso le ponía nerviosa. No le gustaba la gente nueva.

Él la miró y sonrió. Ella se sonrojó y se sorprendió sonriéndole de vuelta. Era guapo y tenía una boca preciosa. Una que utilizaría para beber como un cosaco. Se levantó de pronto, sacudiendo el corazón de ella. “No me hables”. Al segundo, ya estaba sentado a su lado.

—¿Vienes mucho por aquí? —ella se sonrojó, esta vez de furia.

—¿Te crees muy gracioso?

Hizo ademán de levantarse, pero él le puso la mano en el hombro, sin retenerla ni apretarla, solo la posó con cuidado. Fue suficiente.

—Lo siento —parecía sincero—. Mi madre suele decir que asusto a la gente… Aunque creo que ella se refiere a cuando voy borracho —susurró esto último, acercándose a su oreja.

Olía a canela, a manzana y a humo. ¿Humo?

—Me llamo Diego.

Pero ella ya no prestaba atención, buscaba la fuente del olor.

—Oye… ¿No te huele a chamuscado?

Él la miró extrañado y luego llegó la confusión. Un gran estruendo había inundado la habitación: el techo había cedido. Ella estaba en el suelo, a unos centímetros del yeso partido. Diego había tirado de ella en el último segundo, cubriéndola con su propio cuerpo. Al mirar a través de él, vio el gran incendio que había nacido en el piso de arriba y cómo éste se iba extendiendo en la sala donde ellos estaban. El calor y el humo cargaban el ambiente y ella no se podía mover.

—Diego —al abrir la boca, tosió—, tenemos que irnos.

Le miró y vio que la cabeza le sangraba. “Claro, él ha recibido el golpe”.

—Lo siento, preciosa —él también tosió y puso cara de dolor—. Me temo que no puedo moverme —y movió su cabeza hacia arriba, señalando algo.

Con cierta dificultad, pudo ver que la mano de Diego había sido sepultada por un fragmento del techo. El corazón le empezó a latir fuertemente. A sus pies, un pedazo de yeso les cortaba el paso y a los lados, el fuego se había propagado.

—Vamos a morir.

Ambos sudaban a causa del calor. Los trozos de pared ralentizaban el fuego, posponiendo el final. Él se había dejado caer y ahora sus cuerpos se pegaban. A ella se le erizó el pelo. Seguía oliendo a manzana y a canela.

—¿Es normal que quiera besarte? —preguntó ella.

Empezaba a sentirse mareada.

Diego se incorporó tanto como pudo y le acarició la mejilla sonrosada con la mano libre. Con cuidado, posó sus labios en los de ella y los mordió. Se separaron abruptamente para toser y luego volvieron a besarse. Esta vez, apasionadamente. El fuego los envolvía.

—Solo necesité una copa para enamorarme del vodka —contestó él.

Y ardieron.

Comentarios
  • 0 comentarios

Tienes que estar registrado para poder comentar