Lucía empuja la pesada puerta de madera, con una fuerza desproporcionada para su menudo cuerpo, y entra en la iglesia. Es la de su barrio de siempre; allí acudió cada domingo desde que la bautizaron hasta que hizo la comunión con nueve años. Después solo la ha pisado para hablar con el cura sobre su boda, que se celebrará en tres semanas, pero sigue igual y se mueve con confianza por su interior. Pegada a la pared y de la forma más rápida y silenciosa posible, deja a su izquierda los bancos y las tres columnas de piedra, y a la derecha el confesionario. Cruza la puerta del fondo para entrar en la pequeña capilla y, tras dudar un instante, corre hasta el altar y se sienta tras él, apretando las piernas contra el pecho.

Escucha con atención y solo oye el ruido de su agitada respiración. No puede creerlo, han vuelto. Recuerda a la perfección cuando, con dieciséis años, la secuestraron unos extraterrestres mientras dormía y, tras un largo viaje, le hicieron infinidad de análisis, para después devolverla a su cuarto. Nadie la creyó y al final tuvo que mentir y decir que se lo había inventado. Sin embargo, Lucía no duda de que ocurriera de verdad; le dejaron de prueba dos cicatrices con forma de estrellita: una en el brazo y otra en la tripa, sin duda por donde le introdujeron tubos u otros objetos para realizar sus estudios. Y en los doce años que habían pasado no le habían abandonado ni las pesadillas ni el miedo a que volviera a ocurrir.

Por eso, cuando esa mañana al salir del portal, le cubrieron la cabeza y oyó aquellos bisbiseos, no tuvo duda de que habían regresado a por ella. Se zafó con violencia y echó a correr destapándose la cara. No miró atrás y no paró hasta llegar a la iglesia.

Comenzó a sonarle el móvil y lo sacó con rapidez del bolsillo. Era Sandra, una de sus mejores amigas. Lo silenció y dejó en el suelo. Al poco vio que se encendía la pantalla otra vez; era Carlos, su prometido. Tampoco contestó, no quería arriesgarse a contarle la verdad y que pensara que estaba loca. Enseguida llegó un whatsapp, también de él, lo abrió y sintió que le ardían el estómago y las mejillas al leerlo: “¡Lucía! ¿Dónde estás? Tus amigas están preocupadas, y yo también. Solo querían raptarte para llevarte de despedida. Llama en cuanto leas esto.”

Se levantó y deshizo el camino hasta la puerta de entrada. La entreabrió y observó los alrededores. En la acera de enfrente localizó a tres de sus amigas y dos primas, vestidas de negro y con su cara estampada en las camisetas. Parecían inquietas. Cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella. Cogió aire, lo soltó y se giró dispuesta a salir, rezando porque creyeran que les había gastado una broma.

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