Tu madre siempre te repitió, hasta la saciedad, que «de pintar garabatos» no ibas a vivir. En los primeros años, en la tortuosa etapa de la adolescencia, pasabas de todo lo que te decía tu madre. Cuanto más le llevases la contraria mejor, y si encima se enfadaba, premio doble. Así que elegiste la carrera de bellas artes porque te gustaba eso de hacer dibujitos en las esquinas de las libretas y porque tu madre y tu padre querían que fueras médico.
El llevarle la contraria a tu madre era muy divertido, pero alguna que otra vez tuvo razón, como cuando te dijo que no colgases el plato de cerámica que habías hecho en un taller con un chincheta y un hilo. Ni siquiera cuando se te cayó en la cabeza y abriste la cabeza en dos (palabras textuales de tu madre) dejaste a un lado tu orgullo para darle la razón.
Cuando terminaste el bachillerato de Bellas Artes ya empezaste a ver que quizás, y solo quizás, la habías liado un poquito y que tendrías que haber escuchado a tu madre. Sí, lo que lees, aunque tenga esa voz de pito que se te clava en lo más profundo del cerebro. Pero, obviamente, a esas alturas de la vida no te podías retractar y, mucho menos, darle la razón. Al final del túnel de los estudios se empezaba a vislumbrar un agujero muy negro, muy negro, muy negro que engullía todo a su alrededor. Pero tú te negabas a darle esa satisfacción a tu madre, esa que se siente al decir en voz alta un «te lo dije».
De buenas a primeras, terminas la carrera que tú creías que iba a molestar más a tu madre y te ves con una mano delante y otra detrás y te toca vivir del cuento una temporada mientras, según ella, «sigues perdiendo el tiempo con los dibujitos». Pero a ti te da igual todo. Tú solo quieres dar por saco un poco más, al fin y al cabo, aún eres joven.
Así pasan los años, divirtiéndote haciendo rabiar a tu madre porque vas a hacer todo lo contrario de lo que ella te diga y tú mientras vives del cuento y de ganar todos los seguidores que puedas en Instagram y Twitter. Un día, te das cuenta de que tienes ya la friolera de treinta mil seguidores y que podrías vivir de ello. Orgulloso, vas a tu madre y le enseñas las cifras, afirmando que lo que tú haces no son meros garabatos en lienzo. Ella te mira y sonríe:
—Serás todo lo cabezota que quieras, —comienza—. Pero yo también. Supe que tenías talento desde el primer momento, pero si te obligaba a explotarlo, no habrías luchado por lo que te gusta y se te da bien.
Así que ya sabes, chaval, tú nunca le hagas caso a tu madre.
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