El Chamán se sumergió hasta la cintura y cruzó chapoteando la ciénaga. A punto estuvo de dar la vuelta en media docena de ocasiones cuando un millar de bichitos acuáticos le mordieron las plantas de los pies, sumergidas como estaban en el fango parduzco del fondo. Sus pupilas dilatadas trabajaban sin descanso separando los cientos de diferentes tonos de verde que conformaban aquel magnífico conglomerado amazónico, para al fin encontrarla: la liana de la muerte, la enredadera de los muertos, también conocida como ayahuasca o yagé.
Para el anciano y para el resto de la tribu, la planta era el ingrediente base que abría el paso a través de la conciencia y llegaba a rozar el más allá. Era una ventana al otro mundo, una oportunidad para sentarse junto al fuego, en paz, y disfrutar una vez más de la compañía de todos aquellos que se habían marchado para no volver.
Sin embargo, los ojos del Chamán también advirtieron un brillo extraño. Había algo en el fondo de aquel estanque que destellaba como una piedra preciosa. Pero, tal y como descubrió con cierta decepción, sus manos no encontraron ningún diamante o amatista, sino una botella de vidrio templado, sellada en su extremo por un tapón de corcho duro. En su interior reposaba un viejo trozo de papel primigenio, amarilleado por el implacable paso del tiempo. Decía así:
“Si llegáis a leer esto querrá decir que al fin y al cabo estaba en lo cierto, y lo que espera al otro lado del Océano Atlántico no son sino las mismísimas Indias que tanto anhelamos avistar. Desafortunadamente, nuestras esperanzas se diluyen a medida que pasan los días y empieza a escasear el agua y los víveres. Me temo que, de no llegar a tierra firme en el plazo de una semana, nuestra situación se hará insostenible.
Pero no temáis por nosotros, ya nos hemos encomendado a Dios y a la Virgen María. En su lugar, os ruego que hagáis llegar este mensaje a la reina Isabel de Castilla como prueba de que nuestros esfuerzos no fueron en vano y de que, efectivamente, es posible una ruta comercial bordeando el globo terráqueo.
Por el nombre de mi padre os puedo prometer que tal favor será debidamente recompensado.
Cristóbal Colón”
La misiva estaba escrita en castellano y traducida al sánscrito. Sin embargo, el indígena jamás pudo hallarle significado alguno a aquellas palabras, pues nadie le había enseñado esas lenguas. Su Dios era otro, pues nunca nadie les impuso otra religión que no fuera la suya. Y de haber podido descifrar el mensaje, aquel viejo Chamán nunca hubiera podido cobrarse la prometida recompensa, pues la reina Isabel de Castilla, muerta hacía casi cinco siglos atrás, había quedado olvidada, relegada a ser una reina más en los anales de la historia de España.
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